Bajo las ruinas

#acciÓn, #aventura, #drama

SINOPSIS:

En un mundo devastado tras la Tercera Guerra Mundial, Ela, una joven marcada por la pérdida y la traición, lucha por sobrevivir en las sombras de una ciudad que oculta secretos mortales. Con un brazo biónico y la ayuda de Aidan, un médico con cicatrices tan profundas como las suyas, deberán enfrentarse a máquinas asesinas y a enemigos invisibles mientras forjan una alianza que podría cambiarlo todo. Entre ruinas y misterios, la verdadera batalla será descubrir en quién confiar antes de que la oscuridad los consuma.

Capítulo 1 — El eco de las letras

El tren se detuvo con un chirrido largo y oxidado, como si al llegar a ese lugar también él recordara demasiado. Las puertas se abrieron sin anunciar nada, sin voz automática ni panel luminoso. Solo el silencio espeso de una ciudad abandonada, y el sonido seco de Ela descendiendo al andén cubierto de polvo y hojas. San Viero. Su ciudad. O lo que quedaba de ella.

No había nadie esperándola. Nadie a quien mirar a los ojos para decir “he vuelto”. Solo las columnas cuarteadas, los cables colgando como venas abiertas, las paredes cubiertas de hiedra y manchas de humedad que parecían gritar desde adentro. El viento soplaba con fuerza irregular, arrastrando consigo papeles viejos y ese olor particular que tienen los lugares donde ya no vive nadie, pero donde los recuerdos siguen atrapados en las esquinas.

Caminó con la maleta rígida en una mano y la espalda recta, como si estuviera cruzando una sala de interrogatorio. Su chaqueta gris estaba abrochada hasta el cuello, no por el frío, sino por la necesidad de mantener todo contenido: el pecho, la historia, los restos de una culpa que no sabía si le pertenecía. Era forense, grafóloga criminalista. Analizaba trazos, gestos, pulsaciones de tinta como si fueran confesiones cifradas. Podía decirte si alguien mentía solo por la forma en que firmaba una carta. Pero había una pregunta que ningún análisis había podido resolver: ¿por qué Lía no estaba allí, cuando el último transporte partió?

Los informes eran escuetos. “Desaparición durante proceso de evacuación. Presunción de muerte.” Una niña de doce años que simplemente se desvanecía en medio del caos. Ela, en ese entonces, había sido obligada a abordar el tren por su madre, jurando que ellas llegarían después. No llegaron. Solo apareció el cadáver carbonizado de su madre entre las ruinas del complejo médico. Y de Lía, nada. Ni una prenda. Ni una huella. Solo un vacío que Ela había intentado llenar con estudios, trabajos, peritajes, informes forenses… hasta que, finalmente, la carta llegó.

No una carta oficial. Era anónima. Ni remitente ni origen. Solo un sobre desgastado y en su interior, una hoja amarilla doblada con tres palabras escritas en tiza negra: “No me fui.”

Desde entonces, todo había cambiado. Volver a San Viero no era una decisión profesional. Era personal. Y peligrosa.

La casa familiar seguía en pie, milagrosamente. El portón estaba descolgado, y los muros cubiertos de verdín. Dentro, todo seguía en ruinas, pero reconocible. La estantería caída en el salón, el marco torcido con la foto de infancia, la mancha de pintura rosa en el pasillo, donde Lía había jugado a ser artista. Cada rincón era un espejo sucio del pasado, y cada paso al interior, una punzada que no sabía si era nostalgia o culpa.

Subió las escaleras despacio, como quien entra en un templo donde ya no se cree pero se teme aún al dios dormido. La habitación de su hermana estaba vacía, cubierta de polvo y telarañas, pero algo en el aire no cuadraba. Se agachó frente al escritorio, aún medio cubierto por una manta vieja, y entonces lo vio: en la pared del fondo, bajo un resquicio de yeso caído, una línea de letras trazadas con tiza negra.

no me fui

Ela sintió que el estómago le daba un vuelco, pero su cuerpo no se movió. La grafía era familiar. Muy familiar. Esa forma de cerrar la “e”, el pequeño espacio entre la “m” y la “e”, la forma en que el trazo temblaba al inicio y se estabilizaba en la curva de la “f”. Sacó del bolso una carpeta. Dentro, una copia escaneada de una nota de cumpleaños escrita por Lía a los nueve años. Las coincidencias eran claras. No era una imitación. Era auténtica. Y era reciente.

Lo más perturbador no era solo la letra, sino el medio: la tiza negra. Nadie llevaba eso por accidente. No en una ciudad fantasma. Aquello era un mensaje. No un recuerdo.

Ela se incorporó despacio, el pulso aún contenido, pero el cuerpo completamente alerta. En su oficio, aprender a leer lo invisible era parte del trabajo. Y ese mensaje no era simbólico. Era una señal viva. Como si alguien hubiera querido que ella lo encontrara. O como si alguien supiera que ella volvería. Algo no encajaba.

Fue entonces que lo oyó: un golpe suave, abajo, en la cocina. No metálico. No violento. Un crujido, como el de una puerta que se abre muy, muy lento.

No por el viento.

Ela sacó su arma del bolso con un movimiento fluido, como quien ya sabe que no está sola. Bajó los escalones de a uno, sin hacer ruido. El silencio en la planta baja era aún más denso, casi líquido. La puerta trasera estaba entreabierta. Afuera, el patio cubierto de maleza parecía respirar.

Cruzó el umbral. Apuntó. Nadie.

Hasta que vio algo entre las ramas secas del muro perimetral. Otra línea. Otra escritura.

“vas a entenderlo.”

Ela retrocedió un paso. Y entonces notó el detalle: la línea no estaba escrita en la pared. Estaba grabada. Tallada en el concreto. Como si alguien lo hubiese hecho con una piedra. Como si alguien se hubiese quedado allí… mucho tiempo.

Y no estaba sola.

Capítulo 2 — Tiza en la sangre

Ela volvió a entrar en la casa con la respiración contenida. El aire parecía haberse espesado desde que salió al patio, como si los muros hubieran estado observando cada uno de sus pasos y ahora cerraran filas a su alrededor. Revisó la puerta trasera, empujándola con fuerza hasta que el pestillo oxidado cedió. Cerró. Aseguró. No por miedo, sino por procedimiento. Su entrenamiento no se desactivaba, incluso cuando todo dentro de ella temblaba.

En la cocina, los muebles seguían intactos pero erosionados por el abandono. Una taza aún descansaba en el lavaplatos, su borde cubierto de moho y polvo. El reloj en la pared marcaba las 9:12, detenido desde hace años. Era como si el tiempo se hubiese negado a avanzar después del “evento”. Como si algo hubiese congelado el instante exacto en que San Viero fue abandonada.

Ela no encendió ninguna luz. Prefirió el gris natural de la tarde que se filtraba por las rendijas. Subió nuevamente a la habitación de Lía y fotografió las letras. Luego las copió a mano, comparando trazo por trazo con su archivo. Confirmación preliminar: misma autoría que la nota de cumpleaños de 2012. Ritmo, presión, inclinación: todo coincidía.

Pero eso no era posible.

Era consciente del peso de ese pensamiento. Las explicaciones lógicas se acumulaban con violencia en su mente: ¿alguien imitando a su hermana? ¿Un imitador que conocía su letra al detalle? ¿Un juego cruel, una trampa, una casualidad grotesca? Pero nada encajaba. Nada justificaba esa certeza silenciosa que la recorría desde que vio la primera palabra.

Bajó al salón, abrió su maleta, sacó el escáner portátil y lo conectó a su tablet. Comenzó a registrar cada superficie de la casa. No era solo una visita. No era solo una búsqueda. Ela estaba armando un informe, como si en lugar de encontrar a una hermana, estuviera reconstruyendo una escena del crimen aún abierta.

Al llegar al pasillo central notó algo más. En la pared lateral, junto a la entrada del antiguo baño, la pintura se había descascarado formando una grieta profunda. Pero no era solo una grieta. Al acercarse, distinguió marcas paralelas. Trazos verticales, toscos, hechos con fuerza. No eran palabras, pero sí eran mensajes.

Tic marks. Cuatro líneas juntas, y una quinta cruzada. Luego otro grupo. Y otro. Contó. Veintidós grupos. Ciento diez días. Alguien había estado allí, marcando el paso del tiempo. Sobrevivió allí. Encerrado. Esperando. Vivió.

Y luego dejó de hacerlo.

Ela se quedó quieta, el rostro a centímetros del muro. Imaginó la mano trazando esas líneas, noche tras noche, conteniendo la locura. Imaginó a Lía, más joven, más pequeña, arañando el concreto con lo que fuera, sin saber si alguien volvería por ella.

La mandíbula le tembló. No permitió que las lágrimas bajaran, pero su cuerpo sí. Se apoyó en la pared, se sentó contra ella, el aire apretado en el pecho. No era justo que la memoria doliera más que el presente.

La casa estaba viva. No de forma mística, sino por acumulación. Todo lo que había pasado allí seguía presente: como un vapor, una presión invisible que no dejaba escapar.

Ya entrada la noche, encendió una lámpara portátil y se instaló en la antigua sala de estar. Anotó, archivó fotos, marcó cada mensaje. Tenía que dormir, pero no podía.

A las tres de la madrugada, mientras el mundo parecía contener el aliento, escuchó algo moverse afuera. No un animal. Era un paso. Corto. Rápido. Luego otro. Y luego silencio.

Ela se levantó sin hacer ruido. Tomó la lámpara, cruzó el pasillo, llegó a la ventana que daba al jardín delantero.

Y lo vio.

Una figura. Detenida a unos quince metros. Pequeña. Cubierta con una capa sucia y oscura. El rostro tapado por una máscara de gas. En la mano, una bolsa. En la otra… tiza.

Ela no se movió. Solo observó. La figura pareció notar su presencia. Pero no huyó.

En cambio, caminó lentamente hacia la verja y dejó caer la bolsa. Luego, se alejó corriendo hasta perderse entre la maleza.

Ela bajó. Salió. Recogió la bolsa.

Dentro, una libreta pequeña y rota.

La abrió.

Primera página:

“Estás buscando lo mismo que yo. Pero no estás preparada para la respuesta.”

Segunda página:

“No estoy sola. Tú tampoco.”

Capítulo 3 — Lugares donde algo quedó

Ela pasó gran parte de la mañana revisando la libreta. El papel estaba húmedo en las esquinas, como si hubiera sido expuesto al sereno más de una noche. Las frases eran breves, escritas con letra apretada y sin adornos, pero había algo en su orden que no parecía improvisado. Algunas eran casi poéticas, otras se acercaban más a instrucciones. Había menciones a sitios específicos: una biblioteca, una torre de antenas, un “muro de cerámica” que no lograba ubicar. Lo que más le llamó la atención fue una frase escrita con trazo más firme, como si esa parte hubiese sido escrita con mayor urgencia: la pizarra no está vacía.

Decidió salir antes del mediodía, siguiendo su propio mapa mental de la ciudad. San Viero no era grande, pero después del abandono, muchas calles ya no llevaban a los mismos lugares. Algunas estaban bloqueadas por escombros, otras cubiertas por vegetación o agua estancada. Se movía con precaución, tomando notas en su grabadora digital y fotografiando cualquier signo reciente de actividad humana.

La biblioteca municipal seguía en pie, aunque una parte del techo se había derrumbado. La entrada lateral estaba semiabierta. Ela empujó la puerta con el hombro y entró en un pasillo oscuro. A su derecha, la sala infantil aún conservaba sus estanterías bajas, mesas pequeñas y una pizarra blanca colgada al fondo. Se acercó sin prisa.

No estaba vacía.

Había texto. Bastante. Trazos algo desordenados, en marcador azul, distribuidos de forma irregular por toda la superficie. Algunas frases eran casi ilegibles, borroneadas por la humedad o por intentos anteriores de limpieza. Otras seguían claras.

Ela se inclinó y comenzó a leer, sin apresurarse. No encontró sentido inmediato, solo fragmentos, observaciones sueltas, recuerdos. Palabras como escalera, bajo tierra, voces arriba. Parecían apuntes hechos con el tiempo, como si alguien hubiese estado volviendo, completando un relato que nunca se escribió del todo.

En una esquina, encontró un nombre.

Lía.

No estaba subrayado, ni enfatizado. Aparecía entre dos frases, como algo cotidiano.

Ela se quedó mirando esa línea unos segundos más. Luego retrocedió un poco, repasó mentalmente lo que había leído, y sacó una foto. No necesitaba hacer más con eso en ese momento.

No quiso quedarse mucho más rato allí. Registró algunas estanterías por si encontraba algo útil, pero casi todo estaba en mal estado. Cuando salió de la biblioteca, el sol ya comenzaba a bajar. Volvió a casa por una ruta más larga, evitando los callejones estrechos y pasando por el sector donde antes funcionaba una plaza con juegos infantiles. Ahora había maleza, hierro oxidado y silencio.

Al llegar, la casa seguía como la había dejado.

Preparó algo caliente, revisó sus notas, y dejó la libreta sobre la mesa de la cocina. Quedaban muchas preguntas. Algunas, seguramente, no tenían respuesta inmediata.

Pero otras —como quién la estaba guiando— empezaban a perfilarse en el borde de lo posible.

Capítulo 4 — El lenguaje de los gestos

La noche se había instalado con calma. Afuera, el aire se sentía más frío que los días anteriores. Ela se encontraba sentada frente a la libreta, apoyada en la mesa de la cocina. No la había abierto en todo el día. A veces, dejar algo cerrado era la única forma de permitir que su contenido siguiera trabajando por dentro.

Había anotado un par de rutas posibles para la mañana siguiente, incluyendo la torre de telecomunicaciones, que aún se divisaba desde la colina este. Pero la energía ya no era la misma. Se sentía observada. No por paranoia. Por experiencia.

A las once, la señal llegó de nuevo.

Un golpe suave en la puerta trasera.

Ela no se sobresaltó. Se levantó sin apuro, apagó la lámpara de mesa y caminó en silencio hacia la cocina. Miró por la cortina. Nada.

Abrió.

Allí estaba.

La figura encapuchada, a tres metros, casi igual a como la había visto por primera vez. Pequeña, cubierta con una capa oscura, la máscara aún puesta. Esta vez, sin bolsa. Solo una linterna en la mano, encendida, apuntando hacia el suelo.

Ela dio un paso fuera de la casa. No llevaba arma. Tampoco buscó palabras.

La figura levantó la linterna y con la otra mano señaló su propio pecho, luego el cielo, y después una línea recta hacia la calle. Un gesto aprendido. Un intento de comunicación.

Ela esperó.

Finalmente, la figura extendió un cuaderno delgado hacia ella. Lo sostuvo unos segundos hasta que Ela avanzó y lo tomó.

Una voz surgió de la máscara. Baja, distorsionada, sin tono claro.

—No hables aquí. —La frase apenas se oyó. Más un consejo que una orden.

Ela asintió sin decir nada. Esperó a que ocurriera algo más.

Pero la figura ya se alejaba.

La linterna se apagó. El sonido de los pasos desapareció entre la maleza.

Ela volvió adentro, cerró la puerta, encendió la lámpara y se sentó en la mesa. El cuaderno tenía una tapa plástica opaca. Dentro, las primeras hojas estaban vacías. Luego, comenzaron a aparecer esquemas.

Mapas a mano. Pasajes subterráneos. Marcas junto a edificios clave de la ciudad. Pero nada escrito. Solo rutas y cruces. El último dibujo estaba fechado hacía menos de una semana.

Era el interior de un edificio con un símbolo ya conocido: la “E” invertida.

Ela apoyó la espalda en la silla y exhaló sin darse cuenta.

No tenía respuestas aún, pero sí tenía dirección.

Y alguien más parecía estar tan dentro de esto como ella.

Capítulo 5 — Lo que aún recuerda el polvo

Ela cerró el cuaderno y lo dejó sobre la mesa, al lado de la libreta anterior. Aún no había procesado nada. El calor del día había cedido del todo, y la casa, al caer en completo silencio, comenzaba a parecerse a una versión más antigua de sí misma. No tanto una ruina, sino una memoria viva. Cada rincón parecía querer contarle algo.

Se levantó y fue hacia la escalera.

En el segundo piso, la puerta de la habitación de su madre seguía cerrada, como siempre. No la había tocado desde que volvió. Esa noche, sin saber bien por qué, giró el picaporte. Estaba abierto. El interior olía a encierro, pero también a una cierta calma: las cortinas cubiertas de polvo dejaban pasar apenas un hilo de luz de luna, y sobre la cómoda seguía el viejo reloj de pulsera de su madre, detenido a las 3:17.

Ela cruzó la habitación y pasó la mano por el cubrecama. El tejido se deshacía en algunas partes. Recordaba cómo su madre lo tejía en las noches, cuando las sirenas no sonaban. Lo hacía en silencio, concentrada, como si cada punto fuese una forma de resistir el miedo.

Abrió el cajón de la mesita. Dentro, encontró lo que esperaba: la caja de madera con recuerdos. Cartas, fotos sueltas, pequeños papeles doblados con notas escritas al margen de alguna novela. Lo que no esperaba encontrar fue una grabación. Una cinta vieja, con la caligrafía de Lía en la etiqueta: “Viernes en casa”.

Ela se sentó en el borde de la cama con la cinta en las manos. Recordó la grabadora portátil que solía estar en la cocina, en el segundo estante. Bajó, la buscó, y, para su sorpresa, aún estaba allí. Necesitó dos pilas nuevas. Había traído un paquete por precaución. Colocó la cinta. Presionó play.

Unos segundos de estática. Luego, voces.

—¡Mamá, ya! —decía la voz aguda de Lía, riendo.

—No empieces a grabar con la boca llena, Lía. —Era su madre, con ese tono seco pero cálido.

Después, Ela escuchó su propia voz. Más joven, aún sin la aspereza de la edad. Discutía con Lía sobre qué canción poner para limpiar. Sonaban pasos, risas, una discusión leve por quién debía secar los platos. Era un viernes cualquiera. Una tarde común, sin urgencias.

Ela apoyó la frente contra la mesa. No lloró. Solo escuchó. Dejó que esa escena se desplegara como un recuerdo que no tenía en la cabeza, pero sí en el cuerpo. Había olvidado cómo sonaban todas juntas. Cómo se interrumpían sin herirse. Cómo se reían sin decir nada especial.

La grabación terminó con un portazo. Luego, silencio. Tal vez alguien salió. Tal vez simplemente no grabaron más.

Subió con la cinta en la mano. Volvió a la habitación de su madre, y allí se detuvo junto a la ventana. Desde ese ángulo, en su adolescencia, solía ver los primeros apagones cuando la ciudad empezaba a perder energía en las noches previas al colapso. Recordó los días que precedieron la evacuación: las filas para conseguir agua, los paquetes sellados de raciones que su madre guardaba bajo el sofá, las mochilas listas en la entrada. Pero más que eso, recordó la forma en que su madre les pidió que no corrieran. Que no se separaran.

Y cómo, al final, fue ella la que empujó a Ela hacia el tren sin seguirla.

Volvió a la habitación de Lía. Esta vez entró sin prisa. Se sentó en el suelo, junto a la cama deshecha por el tiempo. Miró el techo. Tocó el suelo con la palma abierta, como si esperara sentir algo.

Ahí, en esa quietud cargada de memoria, llegaron más imágenes: Lía leyendo en voz alta, sentada al borde de la cama. Lía llorando porque no quería dejar a su gata cuando se fueron. Lía preguntando si volverían. Y Ela, con diecisiete años, prometiendo que sí, que todo era temporal.

Ela cerró los ojos. Escuchó esa promesa otra vez, esta vez como si la hubiera dicho alguien más.

Pasó un largo rato sin moverse.

Luego, sin decirse nada, bajó las escaleras y guardó el cuaderno en su mochila. Al día siguiente, seguiría las rutas.

Por ahora, necesitaba dormir.

Aunque no supiera si iba a poder.

Capítulo 6 — Antes de bajar

El amanecer llegó sin prisa, apenas insinuado tras la neblina que colgaba sobre San Viero como una manta fina. La casa se iluminó de forma desigual: un haz de luz entró por la rendija del baño; otro apenas se reflejaba en el vidrio sucio del pasillo. El resto seguía igual que la noche anterior: quieto, suspendido, lleno de cosas que no hablaban pero tampoco callaban del todo.

Ela despertó sin sobresalto, pero no descansada. Había dormido a ratos, el cuerpo girando entre la fatiga física y una mente que no terminaba de soltar el día anterior. Soñó con la biblioteca, con la pizarra, con las líneas del cuaderno extendiéndose como raíces bajo la ciudad. No había rostros. Solo una sensación: la de estar siendo observada desde abajo.

Se sentó al borde de la cama. El frío le apretaba las piernas. No encendió la lámpara. La claridad tenue bastaba.

Al mirar hacia la ventana, vio una bandada de pájaros cruzando el cielo. Se detuvo en ese detalle, simplemente porque era uno de los pocos movimientos naturales que había presenciado desde que volvió. No se sorprendió de lo mucho que le afectaba. Casi había olvidado cómo sonaba el aire cuando lo cortaban las alas de los gorriones. En San Viero, el silencio era norma. Lo que no estaba quieto, se escondía.

Bajó sin apuro. Puso a hervir agua, preparó algo simple. Una barra de cereal, café negro sin azúcar. Se sentó junto a la mesa con el cuaderno abierto, la mochila al lado, todo lo esencial revisado: linterna, cuerdas, baterías, agua, anotador, cámara, el escáner de pared portátil. No era una excursión, era trabajo.

Pero esta vez, algo era distinto.

Antes de salir, Ela se detuvo en el umbral del living. Miró el entorno. Las fotos viejas, los muebles cubiertos de polvo, el espejo rajado que aún colgaba sobre la repisa.

A veces, uno no notaba cuánto había cambiado hasta que regresaba al lugar exacto donde empezó.

Tomó aire, colgó la mochila al hombro, se ajustó la chaqueta y salió.

El camino hacia la entrada del subsuelo no estaba lejos. Según el croquis del cuaderno, debía llegar al final del pasaje San Viero Norte, junto a una antigua planta de tratamiento de aguas que había sido clausurada antes del evento. Había una entrada de mantenimiento allí. Oculta, según las notas, por una reja cubierta de vegetación.

Ela caminó durante una media hora. No vio a nadie. No oyó nada más que su propia respiración y el roce de sus pasos en el asfalto agrietado. Cuando llegó al lugar indicado, se detuvo frente a un muro de concreto cubierto de musgo. Miró a su alrededor. Nada parecía sobresalir.

Pero entonces, en la base del muro, vio un borde metálico. Se agachó. Corrió unas ramas. La tapa de una escotilla, oxidada pero entera, se reveló frente a ella.

No pensó mucho más.

Sacó la linterna, probó el peso de la tapa y la empujó. Cedió con esfuerzo. Un olor denso, húmedo y metálico subió desde el hueco. Ela bajó la escalera con cuidado, los peldaños fríos bajo las manos. El descenso no era profundo, pero al llegar al fondo, la luz de la superficie ya no alcanzaba.

Encendió la linterna.

El túnel se extendía hacia adelante. No había ruidos. Solo la presencia contenida de algo antiguo. Algo que había quedado allí mucho antes de que todo colapsara.

Ela dio el primer paso.

Capítulo 7 — Bajo lo que fue

El túnel olía a óxido y humedad estancada. Ela avanzaba lento, dejando que sus pasos resonaran lo justo como para calcular la profundidad. El pasillo era angosto pero sólido. Construcción industrial, sin adornos, con paredes recubiertas de metal viejo y cables a la vista, como si el tiempo se hubiese comido el revestimiento.

Pasaron diez minutos sin bifurcaciones. Ela marcaba su camino con un plumón sobre la pared, un pequeño trazo negro cada veinte metros. No quería confiar en la memoria sola. Tampoco sabía si las rutas dibujadas en el cuaderno seguían iguales a la estructura actual.

Llegó a una compuerta lateral. Cerrada. Una caja de control oxidada colgaba a la derecha, los cables cortados. Ela probó girar el volante manual de la compuerta. Estaba dura, pero cedió tras insistir. La puerta se abrió con un sonido agudo que se tragó el silencio. Detrás, un pasillo más corto, y al fondo, una habitación rectangular con una rejilla en el suelo.

Ela apuntó la linterna. En la pared del fondo había una mesa metálica caída y, sobre ella, algo inesperado.

Una taza.

Plástica, moderna. Limpia.

No era un resto antiguo. Era actual. O casi. Ela se acercó y la tomó con cuidado. Aún olía levemente a café. Ese tipo de café en polvo militarizado, de los que se repartían en los campamentos de asistencia después del colapso.

El aire se volvió más denso. No por el olor, sino por la confirmación de una presencia. Alguien había estado allí. Alguien que no era ella, ni el encapuchado. O quizás sí. No lo sabía.

Entonces vio las huellas.

Pequeñas marcas en el polvo junto a la mesa. No era solo una persona. Al menos dos pares de pies. Uno más ligero, otro más pesado. Se habían movido en círculos, como si esperaran algo.

Ela encendió el escáner de pared. Pasó el dispositivo por la sala. Recibió una lectura baja de calor residual, demasiado débil para un cuerpo reciente, pero suficiente para confirmar: alguien había estado allí hace menos de 48 horas.

Volvió al pasillo. Siguió adelante. El túnel comenzaba a dividirse. A la izquierda, un cartel casi ilegible: “Almacenamiento B”. A la derecha, nada. Solo oscuridad.

Eligió la izquierda.

Avanzó unos metros más, luego se detuvo.

Había algo en el suelo. No grande. Un objeto caído, casi cubierto por polvo. Ela se agachó.

Era una hoja de cuaderno.

Arrugada. Doblada en cuatro. Escrita a lápiz, de forma apurada.

La abrió.

"Nos movemos al punto D. El ruido bajó. Ella aún cree que puede recordar sin consecuencias. No la sigas. No la toques. Observa.”

Ela sintió cómo la piel se le erizaba.

No estaba claro quién hablaba. Ni a quién se refería la nota. Pero algo era evidente:

No era la única siguiendo un rastro.

También la estaban siguiendo a ella.

Capítulo 8 — Aire y estrategia

Ela subió la escalera del túnel con cuidado, evitando hacer ruido. La tapa metálica crujió al cerrar tras ella, aislándola del silencio húmedo del subsuelo. De vuelta en la calle, el aire fresco golpeó su rostro, frío y seco, llenándola de una mezcla extraña: alivio y ansiedad contenida.

Caminó hacia la casa sin mirar atrás, sintiendo cada sombra y cada sonido con una intensidad que no había tenido desde su regreso a San Viero. La nota aún pesaba en su mochila, una advertencia clara y sin margen para dudas. Alguien la observaba, alguien vigilaba sus pasos.

Al entrar, sacó mapas, cuadernos y dispositivos, extendiéndolos sobre la mesa de la cocina. La luz amarilla de la lámpara sobre ella le dio un aire casi ritual a la tarea que comenzaba. No era solo arqueología o investigación: era supervivencia.

Cada símbolo, cada letra, cada marca tenía que encajar. Tenía que anticipar movimientos, preparar rutas alternativas, calcular riesgos. La ciudad se había convertido en un tablero de juego que alguien más conocía mejor que ella.

Mientras organizaba los datos, recordó las palabras de la libreta y la pizarra: no estaba sola. Pero tampoco sabía quién estaba de su lado. Esa incertidumbre aumentaba la presión en el pecho, un recordatorio constante de que no podía bajar la guardia.

Con los primeros rayos del amanecer colándose por la ventana, Ela decidió que su próximo paso sería volver al subsuelo. Pero esta vez, no iría sola.

Capítulo 9 — Encuentros en el refugio

Ela caminó con la mochila al hombro y la determinación intacta. La ciudad parecía más oscura, o quizá era ella la que empezaba a notar lo que antes pasaba desapercibido: miradas cautelosas, pasos apresurados que se alejaban al sentirla acercarse, susurros apagados entre sombras. No era bienvenida en todos lados, pero necesitaba ayuda. No podía seguir sola.

Al llegar al refugio, la estructura de metal y madera parecía frágil, pero había una energía vibrante en su interior. Hombres y mujeres, algunos con cicatrices, otros con ojos demasiado alertas, repasaban mapas, limpiaban armas, preparaban alimentos. Nada de eso intimidó a Ela. En cambio, sintió un extraño alivio.

Aidan estaba allí, apoyado contra una pared, observando con atención a quienes llegaban y salían. Al verla, dejó lo que hacía y se acercó con pasos firmes.

—Ya estabas tardando —dijo con voz grave, sin sonrisa pero sin reproche.

Ela solo asintió. —Necesito presentarles algo.

Él la guió hacia una mesa en el centro, donde un pequeño grupo se reunió rápidamente: Kara, la líder que no necesitaba presentación; Riel, el francotirador taciturno; y Maya, la mecánica, con manos manchadas de grasa y mirada inquisitiva.

Ela desplegó los mapas y la libreta con las rutas y notas. Explicó, sin dramatizar, lo que había encontrado y lo que intuía: que no era la única siguiendo esos caminos, que alguien los vigilaba, que las líneas en la pared y la pizarra no eran casualidad.

Kara la escuchaba sin interrupciones. Cuando Ela terminó, murmuró con la boca apretada:

—No es la primera vez que alguien aparece con esa historia. Algunos creen que hay más de lo que vemos. Que San Viero guarda secretos bajo sus piedras.

Riel asintió sin mirar.

—Pero casi nadie dura mucho después de meterse ahí abajo.

Maya, limpiándose las manos, agregó:

—Si vas a bajar de nuevo, no puedes hacerlo sola. Al menos yo voy contigo. No es un paseo.

Ela intercambió miradas con Aidan, que por primera vez pareció vulnerable.

La tensión se disipó un poco cuando Riel se rió, seco.

—Bienvenida al grupo, Ela. Aquí no hay héroes, solo supervivientes.

Y en ese instante, la idea de que quizá podría no estar sola dejó de ser una esperanza para convertirse en una posibilidad real.

Capítulo 10 — El pulso de la supervivencia

Los días en el refugio no eran fáciles. Ela descubrió rápido que la convivencia con los otros no era solo cuestión de compartir espacio, sino también de entender un lenguaje nuevo: uno hecho de silencios, miradas, y pequeñas pruebas diarias para medir quién era quién. El entrenamiento empezó temprano, casi con la primera luz.

Aidan la tomó bajo su tutela, mostrando una paciencia inusual para alguien acostumbrado a cargar con su propio dolor. Juntos practicaban movimientos básicos, tiros de precisión y maniobras de evasión en el pequeño polígono improvisado cerca de la entrada. Pero no todo era solo técnica. Había tensiones que no cabían en ningún manual.

Kara, la líder, observaba desde la sombra, evaluando cada gesto. No se permitía sonreír ni bajar la guardia. Riel, distante, lanzaba comentarios secos, muchas veces incomprensibles para Ela, que buscaba mantener la compostura y aprender rápido. Maya, por otro lado, se mostraba más cercana, con bromas rudas que a ratos parecían un alivio.

Durante una pausa, Ela se sentó en el suelo, sudor perlándole la frente. Aidan se acercó con una botella de agua y se la ofreció sin palabras. Ella aceptó, agradecida. Por primera vez, se permitió soltar algo más que palabras de cortesía.

—Esto es distinto —dijo Ela, sin mirar al frente—. No solo el cuerpo. Es la cabeza. La cabeza no deja de correr.

Aidan asintió, sin prisa.

—Nunca se va. Solo aprendes a caminar con eso. Pero no puedes hacerlo sola. Por eso estás aquí.

La idea de pertenecer a algo, aunque fuera un refugio de extraños, empezó a llenar un vacío. Pero las preguntas seguían ahí. ¿Quién los vigilaba? ¿Por qué?

Las noches eran peores. El refugio se volvía un nido de ruidos —ecos de pasos, susurros entre los muros, y a veces, ese zumbido característico de los robots de patrulla. Cada alarma activaba un salto en el pecho.

Ela y Aidan compartían turnos de guardia. En esas horas, entre la oscuridad y la tensión, surgían conversaciones que no tenían prisa, donde las palabras no se forzaban, y las miradas hablaban por ellos.

Y aunque ninguno lo admitiera, había un hilo invisible que empezaba a tejer algo más allá de la supervivencia.

Capítulo 11 — La tormenta en el refugio

El aire se sentía denso aquella noche, como si la ciudad contuviera la respiración. El refugio, por primera vez en semanas, estaba en silencio. Demasiado silencio. Ela estaba en su turno, con Aidan haciendo guardia en la entrada principal, cuando el primer zumbido cortó la quietud.

Al principio, parecía un murmullo lejano, un sonido electrónico apenas perceptible entre los árboles. Pero fue creciendo, volviéndose un eco metálico que reverberaba en el pecho.

Los robots de patrulla.

No avisaron. No hubo tiempo para preparar defensa. Una de las paredes externas explotó en fragmentos de concreto y polvo. Las alarmas se dispararon mientras ráfagas de luz iluminaban la noche, y gritos se mezclaban con el rugido de las máquinas.

Ela sintió un frío que le atravesó la piel. Corrió hacia la entrada con Aidan, mientras el grupo se organizaba en silencio, casi instintivo. No había miedo en sus ojos, pero sí una determinación afilada, una urgencia que no admitía dudas.

Se movieron entre escombros y fuego, buscando cubrirse y responder con las pocas armas que tenían. Las balas inteligentes retumbaban, y el aire se llenó de olor a metal quemado y pólvora.

Ela disparó, su brazo biónico reaccionando con precisión y fuerza, un contraste brutal con la fragilidad que sentía por dentro. Vio cómo Aidan protegía a Maya, y cómo Riel hacía fuego cruzado desde una posición elevada. Kara ordenaba sin levantar la voz, coordinando movimientos que parecían estudiados pero improvisados al mismo tiempo.

En medio del caos, Ela se encontró cara a cara con una de las máquinas, sus ojos rojos brillando con una frialdad implacable. No hubo tiempo para dudar. El brazo nuevo se activó con fuerza, golpeando con un sonido seco que resonó en el túnel.

La máquina cayó, pero no sin emitir un último zumbido agónico.

Cuando el ataque terminó, el silencio volvió, pesado, cargado de heridas visibles y heridas ocultas.

Nadie habló mucho. Se contaron los daños, atendieron a los heridos. La camaradería, frágil y naciente, se había puesto a prueba.

Ela miró a Aidan, a Kara, a los demás. Habían sobrevivido juntos. Por primera vez, no eran extraños compartiendo refugio.

Eran compañeros.

Capítulo 12 — Después del estruendo

La luz del amanecer entraba con dificultad al refugio, filtrándose entre las tablas y lonas remendadas que servían de paredes. El aire estaba denso, cargado de polvo y cenizas, y el silencio era pesado, casi insoportable después de la violencia de la noche.

Ela recorrió el lugar con pasos lentos, observando los rostros marcados por la fatiga y la preocupación. Había pequeñas heridas, algunas sangraban aún, otras mostraban cicatrices que contaban historias más antiguas. Pero lo más claro era la mirada. Una mezcla de cansancio, pero también de algo nuevo: una chispa de confianza.

Aidan estaba a un lado, limpiando su arma con movimientos mecánicos. No levantó la vista cuando Ela pasó cerca, pero el gesto de apretar la mandíbula era evidente.

Kara revisaba los mapas, marcando las zonas dañadas, trazando nuevas defensas sin decir una palabra. Su presencia era una constante que sostenía el grupo, un ancla silenciosa.

Maya y Riel intercambiaban palabras bajas, pero sus ojos seguían atentos a cada movimiento. Ela supo que habían hablado durante la madrugada, organizando qué hacer, cómo rearmarse, cómo seguir.

El ataque había dejado claro algo que ninguno quería admitir del todo: solos no sobrevivían. La amenaza era demasiado grande, demasiado constante.

Ela se sentó en un rincón, apoyó la cabeza en las rodillas y respiró hondo. El brazo de acero, frío y pesado, le recordaba cada segundo la nueva realidad que enfrentaba.

Pero también le recordaba la posibilidad de pelear. De resistir. De encontrar un camino en medio del caos.

Cuando el día avanzó, el grupo se movió como un solo cuerpo. Repartieron tareas, repararon barricadas, compartieron lo poco que tenían.

Por primera vez, Ela sintió que no era solo una sobreviviente solitaria, sino parte de algo que podría ser más grande. Una comunidad frágil, sí, pero real.

Y en ese momento, mientras el sol golpeaba las ruinas con una luz que parecía prometedora, supo que no estaba tan perdida como creía.

Capítulo 13 — Ecos del pasado y sombras reveladas

El refugio despertaba lentamente bajo un cielo encapotado, gris y bajo, que parecía pesar sobre las ruinas de San Viero como un recuerdo implacable. El aire estaba frío y húmedo, con una niebla tenue que se filtraba entre los huecos de las paredes improvisadas, enredándose con el humo débil que escapaba de las fogatas dispersas.

Ela caminaba por el perímetro, sus pasos amortiguados por el barro pegajoso, aún húmedo por la lluvia de la noche anterior. Cada rincón del refugio contaba una historia que se desdoblaba en su mente: los rostros curtidos por la guerra, las miradas cargadas de historias sin contar, el silencio tenso entre los grupos de sobrevivientes. Allí, en medio de la desolación, comenzaba a entender que cada persona llevaba un pedazo de esa tragedia oculta en sus propios recuerdos.

La tensión había comenzado a disolverse, reemplazada lentamente por una sensación inquietante de vigilancia. No era sólo la amenaza constante de los robots o el recuerdo de ataques anteriores; era algo más sutil, una sombra que se extendía desde el pasado de la ciudad hasta su presente quebrado.

Kara apareció junto a Ela sin hacer ruido, con sus pasos firmes y mirada penetrante. Sin mediar palabra, le entregó un sobre envejecido, los bordes doblados y manchados, cerrado con un sello casi ilegible. Ela lo tomó con cuidado, sintiendo el peso no solo del papel, sino de la incertidumbre que traía.

Regresó a su rincón habitual dentro del refugio y abrió el sobre. Dentro había varias fotografías en blanco y negro, descoloridas por el tiempo, y una hoja con letras garabateadas. Las imágenes mostraban edificios reconocibles, pero mucho más intactos, con gente en las calles, sin el polvo ni las ruinas que ahora dominaban el paisaje. Había una foto particular que llamó su atención: un grupo de personas de pie frente a un edificio con el símbolo de la “E” invertida, la misma marca que había visto en los mapas subterráneos. Entre esas personas, reconoció una figura familiar. Lía. Pero Lía estaba allí, viva, sonriendo, en un momento que parecía lejano pero estremecedormente cercano.

Ela repasó la hoja escrita a mano. Las palabras eran fragmentos de una historia interrumpida, referencias a un experimento, a un proyecto secreto que había funcionado bajo las calles de San Viero, mucho antes de la guerra. Hablaba de una división interna, de lealtades divididas, y de una traición que había precipitado la caída.

Mientras leía, las palabras parecían cobrar vida, haciéndola recordar fragmentos de su infancia con Lía, pero también momentos que no recordaba haber vivido: voces distantes, conversaciones susurradas que ahora entendía eran advertencias, secretos que habían estado ocultos justo debajo de sus pies.

La realidad golpeó con fuerza. La guerra, la destrucción, la pérdida de sus padres… no habían sido solo consecuencias del conflicto global, sino parte de algo más oscuro y planificado. Algo que involucraba a la gente que creía conocer y a la ciudad que pensaba entender.

Ela sintió que el mundo bajo sus pies se tambaleaba. La verdad que buscaba estaba allí, oculta, pero peligrosa. Y ahora, la pregunta que ardía en su mente era quién más sabía, quién había decidido que ella no debía descubrirlo.

El sobre cerrado en sus manos ya no era solo un mensaje. Era una llave. Y una advertencia.

Desde la distancia, el sonido metálico de una puerta que se cerraba de golpe la sacó de sus pensamientos. Alzó la vista y vio a Aidan acercarse, su expresión grave y los ojos cargados de una determinación nueva.

Sin decir nada, Ela guardó las fotografías y la hoja en su mochila. Sabía que lo que venía no solo definiría su futuro, sino también el de todos los que aún luchaban por sobrevivir en las sombras de San Viero.

Capítulo 14 — Fronteras y revelaciones

La noche cayó con rapidez, engullendo las ruinas bajo un manto negro y pesado. El refugio, por primera vez en semanas, parecía contener el aliento. Todos sabían que algo estaba a punto de cambiar, aunque nadie podía predecir exactamente qué.

Ela y Aidan caminaron juntos hacia el centro del campamento, donde Kara ya esperaba, firme y vigilante. El aire olía a ceniza y humedad, y en la oscuridad se sentía la tensión vibrando en cada rincón.

Kara habló sin rodeos: habían detectado movimientos extraños, señales de comunicaciones clandestinas que apuntaban hacia un grupo dentro del mismo refugio que no eran lo que aparentaban. Sospechas de infiltrados, espías que jugaban a dos bandos y tenían sus propios intereses.

Ela escuchó con atención. Todo encajaba con las pistas que había descubierto. Los secretos enterrados bajo la ciudad, la nota que la había seguido en el subsuelo, y ahora esta advertencia concreta.

El grupo se reunió en silencio, las armas listas, las miradas firmes. No era solo una cuestión de supervivencia física, sino de lealtades y traiciones que podían romperlos por dentro.

Cuando la primera sombra emergió entre las tinieblas, Ela sintió el pulso acelerarse. No era un enemigo externo, sino alguien que conocían, alguien que había estado observando.

La confrontación fue rápida, violenta y reveladora. Voces tensas, miradas acusadoras, secretos expuestos bajo la luz tenue de las lámparas. Traiciones que dolían más por lo cercanas que por lo inesperadas.

Ela y Aidan, aunque golpeados por la verdad, encontraron en esa prueba una razón más para mantenerse juntos y proteger a quienes realmente querían.

Al amanecer, con el refugio en calma, Ela comprendió que el combate no solo era contra los robots ni contra las ruinas, sino contra la desconfianza y el miedo que podían acabar con ellos antes que cualquier enemigo.

El futuro era incierto, pero por primera vez, sentía que tenía el control de su historia.

Capítulo 15 — Renacer en la sombra

El sol emergía lentamente sobre las ruinas de San Viero, iluminando las cicatrices de la guerra y los rostros cansados, pero decididos, de quienes aún resistían. El refugio vibraba con una energía renovada: la calma que sigue a la tormenta, y la promesa de un nuevo comienzo.

Ela se movía con paso firme entre los sobrevivientes. El brazo biónico ya no era solo un recordatorio de pérdida, sino un símbolo de fuerza, de adaptación. Cada movimiento llevaba consigo la historia de quien había sido, y la determinación de quien quería ser.

Aidan caminaba a su lado, las sombras del pasado menos pesadas, la mirada más clara. Habían aprendido que no bastaba con sobrevivir; era necesario construir, unir y enfrentar las verdades que les habían separado.

El grupo había cambiado, transformado por las pruebas y las revelaciones. Habían dejado atrás las sospechas para convertirse en algo más: una comunidad que peleaba no solo por el ahora, sino por un futuro posible.

Ela se detuvo un momento frente a la entrada del refugio, mirando hacia el horizonte donde las primeras luces tocaban los edificios caídos. Sabía que el camino seguiría siendo duro, y que las sombras del pasado aún acechaban.

Pero también sabía que no estaba sola.

Con un último suspiro, guardó en su mente las palabras que la habían llevado hasta allí: la fuerza no estaba en la soledad, sino en la confianza compartida.

El día comenzaba.


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