Relevo

#drama, #romance

SINOPSIS:

Dos pilotos rivales son obligados a correr juntos en la competencia más importante de sus vidas. El pasado que los une y los secretos que los separan resurgirán entre la tensión, la velocidad y el deseo. Una historia de amor que acelera hasta romper el corazón.

Capítulo 1

El sol de la mañana apenas alcanzaba a calentar el asfalto frío de una calle poco transitada en Toronto. Mark se inclinó sobre el capó abierto de su Mustang negro, sus manos cubiertas de grasa mientras ajustaba con cuidado cada tuerca y tornillo. Para cualquiera, sería solo un auto viejo; para él, era un legado familiar. Su padre le había enseñado desde niño que las carreras no se ganaban solo con velocidad, sino con precisión, paciencia y respeto por la máquina.

Mientras aflojaba un tornillo, escuchó una voz familiar a sus espaldas.

—¿Por qué siempre tan obsesionado con los detalles?

Mark no se volteó.

—Porque en esto, hasta lo más pequeño puede hacer la diferencia entre ganar y perder.

Nick se acercó con su típica sonrisa juguetona, apoyándose contra el parachoques de brazos cruzados. Sus ojos verdes lo siguieron en cada detalle. 

—Esa es la razón por la que siempre pierdes la calma en la pista. Deberías relajarte un poco.

Mark soltó una risa seca, la única concesión a la ligereza que podía permitirse.

—Y tú deberías aprender a tomarte las cosas en serio.

El sonido del motor afinándose llenó el aire mientras Mark terminaba de preparar su coche. El aroma a gasolina y caucho quemado se mezclaba con el frío de la mañana, evocando recuerdos de tardes pasadas junto a su padre, aprendiendo a amar esa sensación de riesgo controlado.

No pensaron que después de tantos años se volverían a encontrar en la misma empresa. Sus nombres rivales ahora serían alineados como compañeros. Y ninguno estaba dispuesto a rechazar tal oportunidad. 

En ese momento, una notificación apareció en la pantalla de su teléfono. La invitación era clara: una serie de carreras de la empresa para decidir la dupla que competirá a nivel internacional; la primera en solo una semana. La adrenalina se encendió en su pecho, y sin pensar demasiado, miró hacia Nick.

—Esto no lo podemos dejar pasar.

Nick levantó la ceja, esa chispa en sus ojos que solo tenía cuando sentía el llamado de la competencia.

—¿Vas a ir?

Mark cerró el capó y se incorporó, con la determinación pintada en el rostro.

—Claro que sí. La carrera apenas empieza, y con ella, algo más.

Porque sabía que esta vez, no solo las ruedas iban a girar rápido; también sus vidas.

Capítulo 2

La noche se extendía sobre Toronto como un manto oscuro, frío y húmedo. Mark llegó al taller con pasos firmes, sintiendo el peso de la expectativa clavado en el pecho. Afuera, la lluvia comenzaba a golpear el techo metálico, un ritmo insistente que parecía una cuenta regresiva.

Nick estaba apoyado contra su Honda, observándolo con esa sonrisa que Mark nunca pudo descifrar del todo. Una mezcla de desafío y complicidad.

—Pensé que te habías echado para atrás —dijo Nick con sorna—. No esperaba verte aquí, ni aunque la carrera valiera la pena.

Mark lo miró de reojo, sin apurarse en responder.

—No vine por ti. Vine porque sé que esta carrera es importante. Para mí.

Nick dio un paso al frente, acortando la distancia sin perder ese tono burlón.

—Claro, Mark. Todo siempre es para ti, ¿no? Como cuando ganabas solo porque tu papá te mantenía en la cima.

El comentario fue como una piedra lanzada al agua. Mark apretó los dientes, pero logró controlar el gesto.

—No necesito que nadie me mantenga arriba. Y menos que tú me digas cómo ganar.

—¿Ah, no? —Nick rió, cortante—. Apuesto a que sin mí, hace rato te habrías quedado estancado en las calles de Toronto.

Mark dio un paso firme hacia él, sin bajar la mirada.

—Si crees que soy fácil de vencer, estás más equivocado que nunca. Esta vez, vamos a hacer esto juntos. Y sí, sé que te cuesta aceptarlo.

Nick cruzó los brazos y alzó una ceja.

—¿Juntos? Eso suena a derrota para uno de los dos. Ya veremos quién aguanta la presión.

El silencio que siguió fue espeso, lleno de palabras no dichas y de años de competencia.

—La lluvia va a hacer todo más difícil —dijo Mark, rompiendo el hielo—. Pero igual lo haré mejor que tú.

—Será mejor que estés listo para quedar atrás, entonces —respondió Nick con una sonrisa desafiante—. Porque no pienso perder.

Ambos se quedaron mirándose, rivales de siempre, conscientes de que esa carrera de relevos sería la primera vez que tendrían que unir fuerzas. Pero ninguno estaba dispuesto a ceder sin pelear cada centímetro.

La lluvia seguía golpeando el taller, como un recordatorio de que la noche estaba lejos de terminar.

Capítulo 3

Los días previos a la carrera se sucedían como un torbellino de ajustes, pruebas y silencios incómodos. El taller se convirtió en una arena donde Mark y Nick compartían el espacio sin cruzar más que miradas afiladas. El ruido de las herramientas era casi un alivio frente a las palabras que no se atrevían a decir.

Mark estaba concentrado en el motor, ajustando cada detalle con la obsesión que siempre lo había definido, cuando Nick se acercó con su típica sonrisa desafiante.

—¿Sabes? —dijo con esa voz que podía ser tanto una amenaza como un juego—. No creas que voy a ponerte las cosas fáciles solo porque ahora somos “compañeros”.

Mark levantó la vista, sin inmutarse.

—No espero que lo hagas. Pero no confundas compañerismo con debilidad.

Nick se recargó en la mesa, cruzando las piernas.

—Sabes que disfruto cada segundo de nuestra rivalidad. Es lo que le da sabor a esto. Pero trabajar juntos... —hizo una pausa, sonriendo con malicia—. Eso va a ser más complicado de lo que imaginas.

Mark apretó la mandíbula.

—Entonces prepárate para sorprenderte. No voy a dejar que esto se vuelva un desastre solo porque tú no sabes cómo jugar en equipo.

Nick dio un paso más cerca, bajando la voz.

—¿Y qué pasa si en el fondo te gusta tenerme cerca?

Mark se quedó en silencio, mirando al suelo, el calor subiendo a sus mejillas. La tensión entre ellos no era solo por la competencia; había algo más, algo que ninguno quería admitir.

—No te confundas —respondió finalmente—. Esto es solo... estrategia.

—Claro, estrategia —repitió Nick con una sonrisa ladina—. Vamos a ver cuánto dura esa estrategia cuando estemos en la pista, bajo la lluvia.

El murmullo de la tormenta afuera parecía sincronizarse con el ritmo acelerado de sus corazones. 

—Esto no termina aquí —dijo Mark mientras volvía a sus ajustes—. Esto apenas empieza.

—Y que así sea —respondió Nick, mirando el motor con una mezcla de respeto y desafío—. Porque esta carrera nos cambiará a los dos.

Capítulo 4

La noche estaba cargada de electricidad. La primera carrera de la serie se avecinaba como un desafío inevitable, una prueba de habilidades, pero también de voluntad. Mark sintió el peso familiar de la presión, ese nudo en el estómago que su padre le había enseñado a reconocer desde niño. Cada segundo contaba, cada movimiento debía ser preciso, calculado, perfecto.

Mientras el motor rugía y la adrenalina recorría sus venas, no podía evitar pensar en Nick. Su estilo era todo lo contrario: impredecible, audaz, casi temerario. Un choque de mundos que se reflejaba en cada curva, en cada adelantamiento.

Nick, por su parte, disfrutaba la carrera con una sonrisa apenas contenida. Sentía la libertad de no estar encadenado a las reglas ni a la rigidez de la precisión absoluta. Para él, la pista era un juego, un campo donde su instinto mandaba. Pero esa noche había algo diferente. Mark estaba más cerca que nunca, y esa cercanía le revolvía las entrañas.

Llegaron a la recta final, casi al unísono. El público apenas podía distinguir quién ganaría. Fue un empate técnico, una llegada tan apretada que parecía el reflejo de la tensión entre ellos.

En el silencio posterior, mientras los motores se apagaban y el eco de la carrera se disipaba, ambos se miraron, sorprendidos por la mezcla inesperada de emociones que los invadía: competencia, respeto, y algo más, una chispa invisible que los hacía latir más rápido.

Mark quiso romper el hielo, quizás con una palabra, un gesto, algo que transformara ese momento cargado en algo más cercano. Pero las palabras no salieron como esperaba.

—¿Quieres... tomar algo para celebrar? —soltó Nick, con un tono que sonaba más nervioso que seguro.

Mark, confundido y torpe, interpretó la invitación como una burla.

—¿Celebrar? No hay nada que celebrar cuando sabes que la próxima carrera te voy a dejar atrás —respondió con una sonrisa seca, intentando ocultar su desconcierto.

El silencio volvió a caer, pesado y cómico a la vez.

Nick soltó una risa nerviosa.

—No era una amenaza, solo... un brindis.

Mark no supo qué responder, así que simplemente asintió, mientras ambos sentían que aquella noche, más allá de la competencia, algo entre ellos comenzaba a cambiar.

Capítulo 5

El rugido del motor se había apagado hacía horas, pero el zumbido seguía retumbando en la cabeza de Mark. Sentado en el borde de su cama, en una habitación oscura y fría, sostenía entre los dedos una foto vieja, arrugada por el tiempo. Dos niños cubiertos de barro, sonriendo sin dientes frente a una pista improvisada en el campo, hecha con palos, piedras y una cuerda rota.

Nick tenía esa expresión traviesa, como si el mundo fuese un juego que solo él entendía. Mark, en cambio, estaba serio, pero con los ojos llenos de algo parecido a la fe.

Un verano canadiense, caliente y polvoriento. Nick corría descalzo, con una gorra roja al revés, haciendo ruidos de motor con la boca. Mark lo seguía, cargando un casco de bicicleta que había pintado con témpera plateada.

—¡Soy Ayrton Senna! —gritaba Nick, alzando los brazos.

—Senna es mío —reclamó Mark, poniéndose el casco con torpeza—. Tú puedes ser… no sé, Schumacher.

—¿Schumacher? ¿Quién quiere ser Schumacher? —resopló Nick, cruzado de brazos.

—Tú. Porque él corre como loco. Y tú también.

Nick sonrió. Esa sonrisa era una que quedó grabada en su memoria cuando se marchó. 

—Prométeme algo —dijo Mark, bajando la voz de pronto—. Que cuando seamos grandes… vamos a correr juntos. De verdad.

Nick lo miró con seriedad inusual para su edad. Asintió.

—Lo prometo. Y vamos a ganar. Los dos.

Pero las promesas no siempre sobreviven al tiempo.

Un día, la casa de Nick estaba vacía. Su tío se quedó solo, y nadie supo decir adónde se habían ido exactamente. Londres, decían. Problemas familiares, se murmuraba. Pero a Mark no le importaban las razones. Solo recordaba entrar al garaje que compartían, ver el casco de Nick colgado, inmóvil, y sentir que el aire era más pesado de lo normal.

El pecho se le apretó de una manera que no entendía.

Pasaron los años. Nick apareció en revistas, en entrevistas, en circuitos europeos. El “niño prodigio” británico. Las cámaras lo amaban. El público lo adoraba. Siempre con esa sonrisa.

Y cada vez que Mark lo veía en televisión, sentía una punzada en las costillas. Como si un engranaje dentro de él se hubiera desajustado y ya no encajara. Como si todo su esfuerzo —todas las horas bajo el sol, la disciplina, la frialdad que construyó— no fueran suficientes para olvidarlo.

Ahora, Nick estaba ahí. De vuelta. En carne y hueso. La sonrisa era la misma, pero Mark ya no era un niño. Y no tenía casco de témpera, sino un auto de verdad, un contrato de verdad, y una rabia que llevaba años apretada bajo llave.

El garaje estaba casi vacío cuando lo encontró. Nick estaba revisando unos ajustes en su auto, silbando bajo.

—Tengo una pregunta —dijo Mark, con la voz firme, casi cortante.

Nick se giró, sorprendido. El silbido se extinguió.

—¿Por qué no te despediste?

El silencio cayó como una losa. Mark no se movió. Nick bajó la mirada. Respiró hondo.

—No podía —respondió, apenas audible—. ¿Cómo podía despedirme de ti?

Mark no dijo nada. Lo miraba fijo, como si necesitara más que palabras. Como si el dolor tuviera que pasar por el cuerpo antes de ser comprendido.

—Me llevaron. Mis padres… se estaban separando. Era un caos. Yo no quería irme, Mark. Me enfadé con todo, incluso contigo. No podía soportar verte. Si te veía, no me habría ido.

—Entonces ¿por qué nunca volviste a buscarme?

Nick tragó saliva.

—Porque me dolía. Porque no sabía cómo enfrentar todo lo que sentía. Porque tú eras… —se interrumpió—. Tú eras lo único que me importaba de verdad.

Las palabras flotaron entre ellos, quebradas, crudas.

Mark apretó los puños. Quería decir tantas cosas. Que lo odiaba. Que lo extrañaba. Que durante años soñó con gritarle. Que lo imaginó al otro lado del volante, no como enemigo, sino como compañero. Que lo había esperado sin saberlo.

Pero lo único que dijo fue:

—Fuiste mi promesa rota.

Nick se acercó. No lo tocó. Pero sus ojos estaban tan cerca que Mark sintió el temblor en el aire.

—Entonces déjame repararla.

Mark lo miró. Largo. Como si revisara cada parte de él en busca de algo que aún no sabía si quedaba.

Y por primera vez en mucho tiempo, algo dentro de él cedió. No se rompió. Solo se abrió.

—No te perdono —dijo—. Pero… tampoco quiero seguir corriendo solo.

Nick sonrió, pero esta vez sin burlas, sin arrogancia.

—Entonces empecemos de nuevo. En la misma pista.

El pasado no se borró. El dolor no desapareció. Pero algo se reconstruyó entre ellos, con esa mezcla de tensión, nostalgia y deseo que sólo conocen quienes alguna vez fueron hogar el uno del otro.

Esa noche, el garaje se sintió más liviano. Y aunque no se dijeron más palabras, ambos sabían que la próxima carrera sería distinta.

No por la velocidad.

Sino porque, al fin, volverían a correr juntos.

Capítulo 6

El asfalto tenía un olor peculiar cuando empezaba a calentarse con el sol de la mañana. Una mezcla de caucho, polvo y ansiedad. Mark siempre había encontrado calma en eso. Rutina. Control. Pero esa mañana, algo en su centro gravitacional estaba desplazado. Como si el eje sobre el que giraba hubiese cambiado de lugar.

Y Nick… Nick parecía exactamente igual. Solo que no lo era.

Habían pasado dos semanas desde aquella conversación en el garaje. No hablaron mucho después. No hizo falta. Pero empezaron a verse más seguido. Primero por casualidad. Luego por necesidad. Luego… sin excusa.

—¿Vas a seguir afinando ese motor como si fuera una ópera italiana? —dijo Nick, apoyado contra el marco del taller, una botella de agua en la mano.

Mark no levantó la vista.

—Si lo tratara como tú tratas al tuyo, ya habría explotado.

—Por eso corre más que el tuyo.

—Corre caóticamente. No es lo mismo.

Nick se rió bajo, ese tipo de risa que siempre sonaba como una provocación. Pero no contestó. Solo se acercó y se agachó junto al auto. La luz se colaba entre las rendijas del techo, cortando su silueta en fragmentos de dorado y sombra.

Mark sintió el impulso de decirle algo. Cualquier cosa. Pero su lengua estaba anclada a una duda que no sabía cómo formular.

En lugar de hablar, lo observó. Cómo Nick inclinaba la cabeza, deslizando su cabello castaño por su rostro, cómo se pasaba los dedos por el cuello, cómo murmuraba algo que no alcanzó a oír. Había algo nuevo en eso. O quizá siempre estuvo ahí y Mark nunca se permitió verlo.


Las prácticas en la pista se convirtieron en un ritual silencioso. Ambos sabían que estaban compitiendo, aunque no dijeran una palabra. Cada vuelta era un diálogo. Cada curva, una provocación. Se medían, se estudiaban, se desafiaban con las luces del auto y los frenazos tardíos. El circuito era una coreografía que sólo ellos entendían.

Y cuando terminaban, sudados, exhaustos, cubiertos de polvo, compartían un banco de concreto y un termo de café mal hecho. A veces hablaban del pasado. A veces de cualquier otra cosa. Pero más seguido, solo se quedaban en silencio.

Una vez, mientras el sol se hundía tras la pista, Nick dijo:

—¿Sabes lo que más extraño?

Mark lo miró de reojo.

—¿Qué?

—Ese verano en que creíamos que todo era posible. Que seríamos pilotos, sí. Pero también… invencibles.

Mark tragó saliva. Miró al horizonte. El viento olía a metal y tierra.

—Yo no creía eso.

—Tú creías más que yo, Mark. Solo lo ocultabas mejor.


Esa noche, Mark no pudo dormir. Se quedó viendo el techo, imaginando el sonido del auto, los reflejos en los espejos, la voz de Nick llamándolo desde el otro carril. Había algo extraño latiendo bajo su pecho. No era dolor. No era miedo. Era algo más primitivo. Más eléctrico.

Tomó el celular. Dudó. Luego escribió:

“Mañana, ¿quieres practicar juntos?”

Nick respondió al instante:

“Pensé que nunca lo pedirías.”


La mañana siguiente, la pista estaba casi vacía. Se turnaron para probar los autos, pero algo era distinto. Una tensión suave, como un hilo entre ellos, tiraba sin romperse.

—¿Alguna vez pensaste que acabarías aquí? —preguntó Nick, mientras se estiraban bajo la sombra del pit.

—No —dijo Mark—. Pero tampoco pensé que tú volverías.

—¿Y ahora que volví?

Mark no contestó enseguida. Sus ojos recorrieron el rostro de Nick. Cada gesto, cada trazo. Ya no era un niño. Ya no era solo una promesa rota. Era algo más.

—No lo sé todavía —dijo al fin—. Pero no quiero que te vayas otra vez.

Nick bajó la mirada. Por un segundo, pareció buscar algo en el suelo.

—Entonces me quedo.

Fue tan simple. Tan inesperado. Tan... certero.


Esa noche, bajo las luces frías del garaje, con las herramientas en la mesa y los autos dormidos a pocos metros, Mark se dio cuenta de que no estaba huyendo de nada. Solo había estado esperando. Y aunque no entendía del todo qué sentía, sí sabía que su mundo, por primera vez en años, volvía a moverse con sentido.

Nick bostezó largo y tendido.

—¿Te has dado cuenta de que somos como dos motores mal calibrados?

—No me hables de motores —murmuró Mark, medio sonriendo.

—Vamos a hacerlos funcionar. Algún día.

—Algún día —repitió Mark. Y, por primera vez, no sonó como una evasiva.

Y mientras apagaban las luces y salían caminando juntos bajo el cielo estrellado de Toronto, hubo un instante —apenas un segundo— en que sus manos se rozaron.

No se dijeron nada.

Pero los latidos acelerados de ambos motores, por dentro, lo gritaron todo.

Capítulo 7

El aire estaba más denso esa noche. Toronto parecía contener la respiración, suspendida entre luces artificiales y nubes bajas. Mark y Nick habían terminado de ajustar los autos para la próxima carrera, pero ninguno se había ido. No todavía. Permanecían en el taller, como si algo invisible los retuviera. O como si esperaran que el otro fuera el primero en ceder.

Mark fingía revisar la presión de los neumáticos, pero no veía los números. Su mente estaba en otra parte. En las palabras que no había dicho. En las veces que el cuerpo le pidió moverse y no lo hizo. En la risa de Nick, que últimamente lo desarmaba más de lo que quería admitir.

—¿Vas a seguir evitando mirarme toda la noche o es un nuevo método de concentración? —preguntó Nick desde el banco, con el tono burlón que usaba cuando las cosas empezaban a ponerse demasiado reales.

Mark lo ignoró. O lo intentó.

—Estoy revisando esto.

Nick se levantó despacio, acercándose sin prisa, como quien sabe que el otro no tiene salida. Lo observó en silencio unos segundos. El aire entre ellos era espeso, cargado de electricidad estática. Nada hacía ruido, y sin embargo todo sonaba.

—No puedes estar así cada vez que estamos cerca. Es ridículo —dijo Nick, más serio esta vez.

—¿Así cómo?

—Como si fueras a estallar. Como si quisieras besarme…

Mark dejó caer la llave inglesa al suelo. El sonido metálico rebotó en las paredes como un disparo. Entonces lo miró. De frente. Por fin.

—No digas estupideces.

Nick dio un paso más.

—No es una estupidez si los dos lo estamos pensando.

Silencio.

Y luego, sin anuncio, sin palabras, sin permiso: Mark lo empujó contra la pared.

Sus bocas chocaron. No fue un beso suave, ni medido. Fue torpe, urgente, rabioso. Como si años de palabras no dichas se comprimieran en ese gesto. Nick jadeó contra él, sorprendido, pero no se apartó. Al contrario. Sus dedos se hundieron en la camiseta de Mark, tirando de él, exigiendo más.

Fue breve. Feroz. Como un relámpago en mitad de un cielo demasiado seco.

Y entonces, se separaron.

Mark retrocedió dos pasos, respirando agitado, los labios enrojecidos, el corazón golpeando como un tambor. Miró a Nick como si acabara de hacer algo imperdonable. Como si no supiera en qué se había convertido en esos segundos.

Nick, aún contra la pared, lo observaba en silencio. Sus ojos verdes ya no brillaban de burla. Había algo distinto. Algo abierto. Doloroso, incluso.

Mark bajó la cabeza y salió de la habitación sin mirar atrás. Y Nick observó su espalda con su corazón latiendo a mil. 

Capítulo 8

La lluvia no había llegado aún, pero el cielo parecía prometerla. Las nubes eran gruesas, pesadas, como si todo el clima supiera que se aproximaba algo importante.

La empresa llevaba semanas promocionando la carrera de relevos más importante de la temporada. Dos pilotos por equipo. Velocidad y sincronización. Confianza ciega. El evento que separaba a los buenos de las leyendas. Y, por supuesto, el equipo estrella: Mark y Nick.

El anuncio cayó como una bomba.

El garaje se llenó de murmullos. Todos sabían que algo extraño pasaba entre ellos desde hacía días. No se hablaban. No se miraban. Entraban y salían en silencio, como fantasmas que evitaban cruzarse. Solo el rugido de los motores parecía tapar el ruido incómodo de su distancia.

Mark revisaba su auto con una precisión que rayaba en lo obsesivo. Cada tornillo. Cada presión de aceite. Su mente no estaba ahí, pero necesitaba pretender que sí. Fingía que no sentía ese vacío sordo en el pecho. Fingía que no lo había besado. Fingía que no había deseado quedarse así para siempre.

Nick, por su parte, intentaba reír. Bromear con los mecánicos. Mantener su imagen de siempre. El tipo simpático, el piloto intrépido. Pero cada vez que su mirada rozaba a Mark, su sonrisa se torcía, se le apagaba por dentro.

Fue inevitable. El entrenador los notó. Todos lo notaron.

—Mark. Nick. Camarines. Ahora.

Nadie dijo una palabra. Los dos caminaron en silencio hasta el vestuario. La puerta se cerró con un golpe seco.

—¿Qué mierda está pasando entre ustedes dos?

Ambos callaron.

—Esto es una carrera en pareja. No me importa qué tan buenos pilotos sean por su cuenta, si no se entienden, si no confían el uno en el otro, están fuera. ¡Afuera!

El silencio fue largo. Pesado. El entrenador bufó, murmuró algo y salió, dejándolos solos.

Por fin, el aire se volvió respirable. O casi.

Mark se apoyó contra los casilleros. No podía sostenerle la mirada.

—No puedo hacerlo si sigues así —dijo Nick al fin.

—¿Así cómo?

—Como me odiaras. Como si te diera miedo.

Mark apretó los dientes.

—No es eso.

—Entonces, ¿qué es?

—Es que… tú no piensas. A veces creo que no te importa nada. Ni tu vida. Ni la carrera. Ni…

Calló. Se le quebró la voz.

Nick dio un paso. No había rabia esta vez. Solo una ternura cansada.

—¿Ni tú?

Mark levantó la vista. Sus ojos estaban húmedos. La tensión lo había desgastado. No eran celos. Era miedo.

—No quiero perderte, Nick. No después de todo.

Nick tragó saliva. Sus manos temblaban apenas.

—No lo harás. Estoy aquí. Lo estoy. Nunca dejé de estarlo.

—Pero te fuiste —susurró Mark—. Una vez. Sin avisar.

—Lo sé.

—Y te odié por eso. Años.

—Lo sé —repitió Nick, acercándose.

Sus dedos rozaron los de Mark. No fue un gesto eléctrico ni ansioso. Fue leve. Casi tímido. Como si ambos tuvieran miedo de romper algo si se tocaban con demasiada fuerza.

Sus cuerpos se acercaron lentamente, hasta que sus narices se rozaron y sus respiraciones aceleradas se mezclaron. Cuando sus ojos se cerraron cayeron en los labios del otro. No hubo apuro. Ni rabia. Fue lento. Profundo. Como si el tiempo se detuviera justo en ese instante en que todo por fin hacía sentido. Una lágrima bajó por la mejilla de Mark, y Nick la sintió en los labios.

—Esta vez me voy a quedar —susurró Nick contra su boca.

—Promételo.

—Lo juro.

El reloj marcaba las 23:48 cuando salieron del camarín. Nadie preguntó nada. Pero todos los que los vieron notaron la diferencia.

La sincronía en sus pasos. La calma en sus gestos. La complicidad muda que solo se da cuando ya no se huye.

La carrera se acercaba. La lluvia también.

Y, por primera vez, Mark sintió que aunque el futuro fuera incierto, no lo enfrentaría solo.

Capítulo 9

La lluvia comenzó antes del amanecer. No una llovizna ligera, sino una cortina espesa, incesante, que borraba el cielo y parecía diluir los bordes del mundo.

Las luces del circuito temblaban a través del agua como luciérnagas moribundas. Todo se sentía más lento. Como si la atmósfera misma se negara a que la carrera empezara.

Nick llegó primero. El mono de competición empapado antes de siquiera cruzar el pit. No dijo nada. Se sentó. Esperó. Miró al cielo como si le preguntara algo.

Mark llegó después. No se miraron. Ni una palabra. Pero se sentaron juntos. Rodilla contra rodilla. Y eso bastaba.

La voz del entrenador sonó por los parlantes, distorsionada por la lluvia.

—Diez minutos.

Ambos se pusieron de pie. Las gotas repicaban en el suelo como metralla suave. La pista era un espejo peligroso. Pero nadie se retiraba.

La primera parte de la carrera fue limpia. Precisa. El primer piloto de su equipo hizo su tramo con maestría. Ahora era el turno de Mark.

—Nos vemos en la meta —dijo, sin mirarlo, y corrió hacia el auto.

Nick asintió. Pero algo le apretó el pecho.

La salida fue impecable. Mark volaba. Incluso bajo la lluvia. Como si su cuerpo y el auto fueran uno solo, como si pudiera leer cada curva un segundo antes de que llegara.

Y entonces, el segundo relámpago. Un charco oculto. Un giro apenas fuera de tiempo.

El impacto fue brutal.

Metal contra barrera. El auto giró dos veces antes de quedar inmóvil, con el capó deformado y humo blanco saliendo del costado.

—¡Mark! —gritó Nick, antes de que nadie pudiera detenerlo.

Corrió hacia la pista, sin casco, sin importarle la carrera ni las reglas. La lluvia lo cegaba. El mundo era un ruido opaco, sordo. Solo corría.

Lo encontró ahí. El cuerpo de Mark medio colgando del asiento, la cabeza ladeada hacia la ventana rota. Había sangre. Roja. Tibia. Mezclándose con el agua sucia del asfalto.

—Mark —susurró Nick, jadeando, arrodillándose junto a él.

Lo tocó. El cuello. El pecho. El rostro.

—No me hagas esto… no ahora.

Las lágrimas le bajaban sin permiso. Se mezclaban con la lluvia. Le acarició la mejilla con la palma temblorosa, manchándose de rojo.

—No llores… idiota.

La voz fue débil. Apenas un murmullo. Pero Nick la oyó. Como un disparo en el silencio.

Mark abrió los ojos. Tenía una sonrisa rota, pero real. Se rió. Un segundo. Luego se desmayó en sus brazos.

Nick lo sostuvo más fuerte. Ya no le importaba quién miraba. La gente del equipo se acercaba. Médicos. Mecánicos. Nadie decía nada. Solo lo veían ahí, aferrado al cuerpo de Mark como si pudiera detener el tiempo.

—¡Llamen a una ambulancia, ya! —gritó alguien.

Pero el mundo era otro. Había una quietud extraña. Como si todos supieran. Como si nadie necesitara preguntar.

Nick no soltaba a Mark.

No podía.

Capítulo 10

El hospital olía a cloro y ansiedad.

Nick llevaba horas sentado. Las manos temblorosas entrelazadas, los nudillos blancos, el cuerpo rígido como si contenerse fuese la única forma de no quebrarse del todo. La ropa aún húmeda, manchada de barro, sangre, y un tipo de miedo que no conocía hasta ahora.

La sala de espera era un limbo. Sillas incómodas. Lámparas frías. Gente que pasaba sin ver. La lluvia, afuera, persistía.

Una enfermera pasó junto a él. No lo miró.

Nick cerró los ojos. Apoyó la frente contra sus propios dedos.

No me dejes solo ahora.

No creía en Dios. Nunca lo hizo. Pero esa noche rezó. A lo que fuera. A quien pudiera escucharlo.

El entrenador apareció. Camisa arrugada, mirada dura. A su lado, un doctor de rostro impenetrable. Nick se puso de pie de golpe. El corazón, detenido.

—Está fuera de peligro —dijo el médico. Sin adornos. Solo la verdad.

El mundo se sacudió. La gravedad volvió.

—¿Puedo verlo?

—Está sedado, pero sí. Habitación 218.

Nick no esperó más. Caminó rápido por el pasillo como si temiera que si tardaba demasiado, todo desaparecería. Como si Mark pudiera desvanecerse otra vez.

Entró en silencio.

Mark estaba ahí. El rostro pálido, una venda rodeándole la cabeza, cables conectados al pecho. Pero respiraba. El monitor junto a su cama marcaba su ritmo, como una pequeña esperanza verde que subía y bajaba.

Nick se acercó.

Se sentó junto a él. Lo miró. Le tomó la mano y besó su empeine. 

No le importaba si alguien miraba. Si el mundo ardía detrás de esa puerta. Lo único real era esa mano tibia. Aún viva.

—Eres un imbécil, ¿sabes? —susurró. La voz apenas audible—. No puedes hacerme esto. No tú.

Los minutos pasaron como horas. Nick no se movió. Sostuvo esa mano como si anclara su alma.

Y entonces, un pequeño suspiro.

—Nick...

La voz era ronca, frágil. Pero estaba ahí. Nick alzó la vista. Los ojos de Mark, entreabiertos, lo miraban como si despertaran de un sueño demasiado largo.

—Lo siento —dijo Mark. Apenas moviendo los labios—. No quería asustarte...

Nick se inclinó y apoyó la frente contra su mano.

—Calla. Estás aquí… estarás bien. 

Mark parpadeó. Una lágrima le cayó por la sien.

—¿Estás llorando tú también?

—No —mintió Nick, sonriendo entre dientes—. Es la maldita humedad.

La risa fue mínima. Un movimiento en el rostro herido. Pero suficiente. Nick volvió a besarle los dedos.

Y esa noche, entre tubos y monitores, comprendieron que no podían seguir huyendo.

Capítulo 11

Afuera, el sol comenzaba a salir.

Era uno de esos amaneceres fríos, limpios, donde todo parece más nítido de lo necesario. Las ventanas del hospital dejaban entrar una luz blanca que acariciaba el suelo, los muebles, y el rostro aún vendado de Mark.

Nick había dormido en la silla. Mal. Pero no importaba. Tenía los dedos entrelazados con los de él, como si soltarlo fuera peligroso.

Mark ya no tenía tubos en la nariz. Su respiración era lenta, regular. Las heridas comenzaban a sanar. Pero lo más difícil no estaba en los huesos.

Cuando abrió los ojos, el sol ya estaba alto. Nick lo miraba, cansado, con una sonrisa que no le llegaba del todo a los ojos.

—¿Cómo estás?

—Más entero que ayer. Menos que mañana —intentó bromear. Pero la voz le salió seca.

Nick desvió la mirada.

—El equipo vino esta mañana. El entrenador dejó esto —le mostró una chaqueta. Era la del relevo. Con su nombre bordado.

Mark no la tomó.

—No voy a correr, Nick.

El silencio fue inmediato. Como un frenazo en una pista vacía.

—¿Qué?

—Lo pensé. Lo sentí allá abajo, en la pista. El golpe. El momento exacto en que supe que no valía la pena. Que podría haberte dejado. Que lo habría perdido todo, y por nada.

Nick se quedó quieto.

—Mark… fue un accidente. Es normal tener miedo, no tienes por qué tomar una decisión enseguida. 

—No es eso. —lo detuvo Mark, mirando al techo—.La verdad es que llevaba un tiempo pensando en esto. Las presiones de mi papá, mi futuro. Lo infeliz que fuí cuando te fuiste y lo feliz que fui al correr a tu lado otra vez. La verdad es que sentía celos de ti Nick. Porque yo no disfruto esto de la manera en la que tú lo haces. 

—Mark…¿Qué se supone que haga ahora? ¿Debo acostumbrarme a voltear hacia atrás y que tú no estés ahí? 

Mark lo miró. Había lágrimas en sus ojos, otra vez. Odiosas. Inesperadas.

—Te prometo que voy a estar. Que voy a gritar en las gradas como un idiota. Que voy a esperarte en cada línea de meta.

Nick apretó los labios. Respiró hondo. No dijo nada.

Mark estiró la mano. La misma mano con la que solía cambiar de marcha a 300 km/h. Ahora temblaba.

—No soy tan fuerte como tú creías. Pero por ti… lo intento.

Nick se acercó. Le tomó el rostro con ambas manos. Lo besó con una calma distinta. Sin urgencia. Sin rabia. Solo certeza.

—No me hagas promesas si no vas a cumplirlas —susurró.

—Esta sí —contestó Mark, apoyando la frente contra la de él—. Esta es la única que me importa.

Y afuera, el sol seguía saliendo. Como si el mundo les diera, al fin, un poco de tregua.

Epílogo

Cinco años después.
Verano.
La pista ardía bajo el sol como una lengua de fuego.

El rugido del público era como un oleaje gigantesco, una marea humana empujando desde las gradas, desde las pantallas, desde cada rincón del planeta. Las banderas ondeaban como si compartieran un mismo ritmo cardíaco, y entre el estruendo de motores y altavoces, un nombre sobresalía por encima de todos:

—¡Nick Redgrave!

El más rápido. El más temido. El más amado. El campeón del mundo.

Mark lo miraba desde la primera fila, de pie entre ejecutivos, periodistas, fanáticos. Iba vestido sencillo, como siempre. Camisa blanca remangada, jeans gastados, gafas de sol. Su expresión era serena, pero en la comisura de sus labios había algo indescifrable: una mezcla de orgullo, incredulidad y una ternura que sólo él sabía contener.

La carrera había sido impecable. Nick no solo ganó. Voló.
La pista le pertenecía. La curva imposible fue suya. El viento obedecía.
Y cuando cruzó la meta con diez segundos de ventaja, el mundo entero se puso de pie.

Nick bajó del auto aún con el casco puesto. Lo levantó lentamente y lo dejó caer al suelo con una sonrisa tan amplia que parecía irreal. Caminó directo hacia el público. No hacia las cámaras. No hacia los trofeos. Hacia él.

Mark lo vio venir.

El sudor le caía por la frente, la adrenalina aún vibrando en cada músculo. Pero sus ojos no buscaban aplausos. Solo una mirada entre todas.

Y la encontró.

Nick rodeó la cintura de Mark con ambas manos y lo atrajo hacia sí, sin titubear. Sus labios se encontraron como si el mundo no estuviera mirando, como si el tiempo no hubiera pasado, como si la carrera no hubiese terminado. O quizás, como si esa fuera la verdadera meta.

Hubo un silencio cortísimo. Un latido suspendido.
Y luego el estallido.

El público gritó. Algunos aplaudieron. Otros lloraron. Las cámaras captaron cada segundo, cada detalle: las manos sobre la tela blanca, los ojos cerrados, el beso firme, decidido, lleno de historia.

Nick se separó apenas, apoyando la frente en la de Mark. Le susurró algo que solo él escuchó. Mark sonrió sin decir nada, pero sus dedos rozaron los de Nick como quien dice "yo también".

Minutos después, ya en la conferencia de prensa, Nick se sentó frente a los micrófonos. Llevaba la chaqueta aún entreabierta, las mejillas encendidas.

—Esta victoria no es solo mía —dijo—. Es nuestra.

Las cámaras enmudecieron.

—Mark estuvo ahí cuando yo no era nadie. Cuando apenas podía mantenerme en la pista. Cuando era impulsivo, imprudente, y tenía más miedo que talento.
Y no hay victoria más grande que haberlo mantenido a mi lado.

Lo dijo sin grandilocuencia. Sin dramatismo. Como si fuera lo más natural del mundo.Y lo era.

En el fondo, entre los flashes y las preguntas, Mark lo miraba sin moverse. Sabía que ese momento no era solo de Nick. Era de los dos.

Porque a veces, el amor también sabe correr. También sabe ganar.

Y a veces —solo a veces—, el destino deja de ser una pista peligrosa para volverse hogar.


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Comentarios

user

Anonimo:

me encantó!!

Hace 4 días

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