18 de abril / Annie Landaeta






SINOPSIS:
“18 de abril” es un viaje íntimo entre recuerdos de infancia, sueños rotos y despedidas que dejaron cicatrices. Entre versos de melancolía, brilla una chispa de esperanza: la fuerza para sanar y reconstruir. Un poema a la resiliencia, donde incluso en la oscuridad, la luz encuentra su camino.
Capítulo 1
La autopsia de las flores que coronaron
la tumba de mi infancia
«Huía con rapidez,
pero enloquecía poco a poco».
—Bipolar
KAY R. JAMISON
Rehén
Este año el otoño se niega a llegar
y el calor del sol no es suficiente
para calentar un alma que está cargada de pecados
de una vida que no supo aprovechar.
La chica que me mira desde el espejo
me parece una desconocida,
pese a que lleva veinticuatro años
conviviendo conmigo.
Me duele observarla.
La manera en que su piel se pudre,
y cae por los lados,
en que sus ojos carecen
de emociones sensatas.
¿Habrá alguna versión suya
que no tenga ojeras?
¿Existirán partes de su alma
que todavía conserven
la apariencia de la niña
que alguna vez fue?
A veces no saberlo hace que me rompa un poco,
porque soy como un equipaje olvidado,
ese que no llegó al destino de su viaje,
mientras que las personas que me dejaron
ya están demasiado lejos.
No las alcanzo.
Los monstruos que me rodean son tan poco amables.
En ocasiones me siento en la mesa
y les sirvo una taza de té
solo para tratar de convencerlos de que nos llevemos bien.
Les hago preguntas sutiles.
Les muestro mi mejor sonrisa.
Pero nada funciona;
no cambian,
sino se borran del papel tapiz raído
que adorna esta casa de fantasmas.
Finjo que todo está en orden
cuando sé muy bien que no hay nadie cerca
que pueda verme
u oírme.
¿Adónde huye un corazón roto
cuando le han quitado los pies, las ganas?
¿Adónde se refugia un trozo de carne
que no tiene fuerzas
para sobrevivir un día más?
El camino es demasiado largo,
y yo siento que me arrastro sobre él desde que era una niña.
En esta habitación no hay nadie más
que los monstruos y yo.
El café que se derramó sobre la alfombra
llena la estancia de aquel amargo aroma.
El frío que me cala los huesos no se va
ni con el calor de la estación
que está derritiendo al resto del mundo.
Es como si yo no formara parte de nada.
Estoy aislada.
Soy como el rehén que espera con ansias
que alguien vaya a rescatarlo.
O que sus secuestradores
le den el dulce alivio de la muerte.
Aquella que se pinta con hermosura
y perspicacia en las acuarelas de un día soleado.
El amanecer se asoma por la ventana
como el cruel recordatorio
de que el tren pasó hace mucho,
y que yo me quedé sentada en los rieles
viéndolo marcharse,
sin atreverme a tomarlo.
¿Cómo he llegado hasta aquí?
¿Por qué dejé que me destruyeran
de este modo?
Si en este instante pudiera liberarme de mis males
sería yo quien tomara el arma
y apuntara a aquella chica del espejo,
a esa intrusa que tiene mi cara.
En medio de la nada
Cada paso que doy
es como si estuviese cayendo en un vacío.
Uno muy largo y estrecho.
Es muy parecido a aquel túnel por el cual cayó Alicia,
pero aquí no hay un país de las maravillas,
solo un mar oscuro
con olas que superan los dos metros de altura,
y que pueden ahogarme
si me doy el lujo de acercarme de más a ellas.
Quizás sí sea buena idea avanzar.
Dar un paso a la vez.
Uno tras el otro;
hasta que el agua me sobrepase,
Volviéndome a tirar al inmenso agujero por el cual caí
hasta llegar a esta parte que desconozco,
pero que da la alusión de ser igual a mi alma.
Muchos me dijeron que estaba exagerando las cosas.
Que tener miedo en exceso no era necesario.
Me gritaron que solo aceptara la vida tal y como era,
porque no había más matices,
porque la vista no alcanza a apreciar
el verdadero horizonte
donde se oculta el final.
En ocasiones creo que tienen razón.
Por eso me esfuerzo por ser normal.
Enderezo la espalda
y trato de mantener la cabeza alzada
mientras camino por las calles de la ciudad,
siendo consciente de que las demás personas no me observan,
ni me señalan.
No puedo terminar de comprender por qué no lo hacen
a pesar de mi hilarante aspecto de cadáver.
Tengo miedo de descubrir la verdad.
Tengo miedo de que otros puedan ver
más allá de lo que muestro.
Que para ellos sea evidente que estoy muerta,
que estoy marchita,
que ya no llevo nada por dentro.
Hace tanto tiempo que dejé de sentir.
Ya no espero nada de nadie,
ni que me salven
ni que recojan mi cuerpo,
si es que el mar lo trae de vuelta alguna vez.
Tuve que aprender por las malas
que estoy sola en este enorme océano.
La arena se mete por los recovecos de mi piel expuesta.
Me escuece los ojos.
Me quema la garganta.
Me aprisiona el pecho
entre toneladas de sentimientos no expuestos.
¿Será cierto eso de que las personas
pueden vivir de semejante manera?
En toda mi vida
lo único que he recibido son reproches
por la intensidad con la cual percibo el dolor;
porque el amor y la felicidad han sido tan escasas
que ni siquiera he podido aprender de ellas.
Nunca están.
Me han abandonado.
Entonces caigo y me ahogo.
Me ahogo y caigo.
Son las dos percepciones
más acertadas que tengo de la vida.
O puede que sea de la muerte.
Ya no puedo diferenciarlas.
«No tienes que pedir perdón
por irte y crecer».
—Matilda
HARRY STYLES
Desilusiones
No busco disculpas.
No quiero que las personas
que me han lastimado
vengan y digan que están arrepentidas.
Que sienten haberme dejado sola
cuando más necesitaba
que alguien cuidara de mí,
que alguien se hiciera cargo
de esa chiquilla rota y escuálida
que no lograba ponerse de pie por sí misma,
ya que la dureza de la vida
le estaba comenzando a pasar factura.
No estoy ansiando escuchar palabras de consuelo,
ni que me digan que se quedarán cerca de mí
por si en el futuro las cosas vuelven a ponerse feas.
Porque ya no lo hago.
Aprendí a recoger mis pedazos,
a separar trozos de mi piel
de los cristales del espejo que rompí
para no seguir observando las cicatrices
que me cubren los brazos
y que me recuerdan lo frágil que he sido en el pasado.
También aprendí a hacer el mejor café
y así consolarme en los días fríos,
en aquellos en los que todo el mundo
busca el calor en alguien más,
y yo lo encuentro en un buen abrigo que me compré
esperando reponer los pares de brazos
que no supieron sostenerme.
Sobre todo, tuve que hacerme una experta
en el arte de extrañar a las personas
que aún no se han marchado,
porque idealicé tanto a las que viven conmigo
que en mi mente solo estoy rodeada de extraños;
de cascarones vacíos que no reparan en mi dolor.
A veces me creo eso de que tengo una madre que me quiere,
que me abraza cuando llego a casa,
en lugar de la mujer que me grita que me odia,
y que trata de romperme
de la misma forma en que la rompieron a ella.
A veces incluso hago como si de verdad tuviese un padre,
y no un adorno que viene a visitarme algunos fines de semana
solo para recordarme que debo comer menos,
porque no estoy tan joven ni delgada como antes.
E imagino que mi hermana
no toma un cigarrillo en sus manos,
sino mi cara,
y me mira con ternura a los ojos,
mientras que me dice
que lo estoy haciendo bien.
Vivo de ilusiones perdidas
que jamás podrán hacerse realidad,
porque estoy pidiendo tanto
que el universo jamás podrá recompensarme
con algo más que las migajas de afecto
que me lanzan los demás
queriendo que las atrape
y diga que es suficiente.
Ya no quiero disculpas.
Yo fui quien rompió ese espejo.
Yo me hice estas cicatrices.
Yo me lastimé pensando que podía tener una familia,
aun cuando lo que en realidad hago
es pasearme entre los restos
de aquello que la vida rompió.
Las esquirlas se me clavan en las plantas de los pies
y me impiden huir.
Aquí no hay salida,
sino un abismo.
«A todas las víctimas del mundo:
llegará el día en que perdamos,
pero ese día no es hoy. Hoy luchamos».
—Not Today
BTS
La niña deficiente
Si tuviese que dedicarle algunas líneas
a aquella pequeña
que apenas lograba levantarse de la cama
para enfrentar la vida,
—de vez en cuando,
porque las fuerzas siempre le menguaban
como para hacerlo seguido—,
terminaría escribiendo cuatro simples palabras
en ese papel blanco y arrugado
que jamás lograría entregarle:
“Sé que lo intentaste”
Porque lo hizo.
Se esforzó todo lo que pudo
para caminar por los pasillos
llenos de maleza de una mazmorra,
donde los verdugos
que portaban enormes hachas en sus manos
esperaban verla caer,
para usarlo de excusa y picarla en pedazos.
Sonrió cuando la nombraban de forma despectiva,
y fingió que aquellas burlas sobre su debilidad
no estaban dirigidas hacia ella,
aun cuando hubo más de un duendecillo molesto
que le tiró de las coletas,
mientras se las repetía al oído,
anhelando que nunca las olvidara.
Y le dijo a la bruja malvada que dominaba el reino
que estaba agradecida por la corona de papel
que le colocó en la cabeza frente a los nobles,
y en la cual se leía una sola frase que la marcaría de por vida:
“Deficiente”
La niña rara que no merecía un príncipe que la salvara,
ni mucho menos darle una mordida
a la manzana que la haría dormir para siempre.
Porque no era una princesa.
Era una roca con la que ella misma tropezó
un millón de veces,
que le hizo caer de bruces al suelo,
y le abrió grietas en las rodillas
donde crecían las zarzas,
esas que trataba de arrancarse
para que no le impidieran arrastrarse sobre el lodo
que manchaba sus relucientes zapatos negros.
Pero lo que no sabía esa bruja malvada,
—que siempre se burlaba de ella
por sus desesperados intentos de levantarse—,
era que su fuerza de voluntad no iba a ser doblegada
por ningún conjuro,
que ya no le interesaba darles besos a las ranas,
y que aquellos duendecillos molestos
que siempre le lanzaban las sobras de sus logros,
no le importaban en lo absoluto.
Porque a esa niña deficiente
nunca nadie pudo detenerla.
Ella no quería ser una jodida princesa,
porque no estaba segura de que algún príncipe
quisiera ensuciarse la ropa
al entrar en el fango para ayudarla,
y hace mucho que la manzana fue devorada
por uno de los verdugos
que ahora yacía muerto a sus espaldas.
Esa niña quería ser más que una palabra,
por eso cada día se enfrentó
a esa misma despiadada bruja,
cuyos hechizos se fueron debilitando
al punto en que no lograban rozarle la piel magullada.
Se hizo indestructible
y portaba con orgullo la corona de papel
empapada de sueños rotos.
Porque esa fue la parte más importante
de su cuento de hadas,
y aquellos que los miraban desde las gradas,
mientras se humillaba sobre el suelo,
le temían.
Porque todos se hicieron terriblemente conscientes
de que el peso de una ropa sucia de lodo
podía doblar con facilidad el de cientos de ellos en oro.
Por eso no pudieron avanzar más,
mientras que la niña deficiente
logró rozar la meta;
y poco importa que no lo haya conseguido del todo.
En su memoria siempre se quedará grabada su fuerza,
esa que siempre será envidiada
en un reino de duendes y brujas
que nunca pudieron alcanzarla
y hacerla regresar.
«Mi corazón tiene mil años,
no soy como otras personas».
CHARLES BUKOWSKI
Luces tenues
Estoy envejeciendo.
Los años que llevo a cuestas comienzan a pesar,
como el amargo recordatorio
de que se me está acabando el tiempo.
He logrado tan pocas cosas en mi vida
que no me siento realmente orgullosa de ninguna,
como si todas se tratasen de esas luciérnagas
que guardaba en un tarro de vidrio cuando era niña,
y que terminaban muriendo antes del amanecer.
Ahora soy yo la luciérnaga atrapada
en este tarro de mis anhelos,
los que he ido coleccionando con el paso de los años
y que no han sido tachados
de mi lista vacía de sueños cumplidos.
Las luces van apagándose;
el pasillo está oscuro,
no hay ninguna lámpara encendida a mi alrededor
y el sol comienza a ocultarse
tras un horizonte perenne,
cargado de la nostalgia
de aquellas cosas que dejé pendientes por hacer,
porque esta vida no trajo muchas ocasiones
que supiera aprovechar.
Yo misma puedo sentir que mis dedos
se van entumeciendo con cada línea que escribo,
y el ardor de mis partes rotas
se ha ido apagando de a poco,
como la llama de una vela
que está a punto de consumirse.
Me digo que voy a levantarme,
pero ya no queda mucha vida por delante.
Mis más hermosos años se marcharon,
sin que sintiera que los haya disfrutado.
Conocí el amor
y dejé que me destruyera.
Me tracé una meta que se hizo cada vez más grande
e imposible de alcanzar,
porque los pasos que daba eran tan pequeños
que terminaron convirtiéndose en insignificantes.
Me comparé con tantas personas
que ya no sé quién soy,
o quién fui,
porque hace mucho
que no me siento viva,
como formara parte de los fragmentos
que tomé de otros
que ya no me acompañan.
La soledad se ha vuelto mi mejor amiga,
y en sus manos sigue sosteniendo
el pastel de cumpleaños
que todavía no he cortado.
Al final ambas sabemos
que será ella quien se quede con la mejor parte.
Y el cuchillo entre mis dedos tiembla
con cada segundo transcurrido,
hasta el día en que no pueda seguir posponiéndolo,
y deba entregársela.
El sol está descendiendo más rápido de lo que esperaba.
Las luces se están terminando de apagar.
Felicidades por llegar a este último punto,
ya puedes cerrar los ojos.
El camino se acabó.
Capítulo 2
La separación de bienes
de un amor vehemente
«No sé por qué,
pero hoy me dio por extrañarte,
por echar de menos tu presencia.
Alguien dijo que el olvido
está lleno de memoria».
MARIO BENEDETTI.
Veintidós
He muerto más veces de las que he vivido.
He sentido el impacto del final golpearme el pecho,
destrozarme las tripas,
desgarrarme la piel hasta dejarme hecha harapos.
He sido testigo de la forma desdeñosa
en la que mis más grandes miedos se burlan de mí,
que me toman de bufón
y me obligan a caminar
por la cuerda floja de mis ilusiones
incluso cuando todos sabemos
que se me da muy mal eso de mantener el equilibrio.
Entonces cada vez que lo hago,
termino en el suelo,
con el alma desangrándose de ilusiones
y rodeada de un enjambre de abejas muertas,
porque nunca he sido capaz de pensar en ellas
como si fuesen mariposas.
Las abejas son más letales.
Y yo estoy llena de pinchazos que me arden
cuando los rozo con las puntas de mis dedos rotos.
Todo lo que queda de mí
son pedacitos pequeñitos,
casi irreconocibles.
Siento que dejé atrás mi vida,
sufriendo por nimiedades,
mientras que el resto del mundo
ya había enfrentado a sus demonios.
Supongo que lo que más me duele
es que los míos tienen tu cara.
Ese hermoso rostro con sonrisas amables
que me enamoraron hace ya tantos años,
y que se encargaron de convertirse en un tormento.
Todavía me levanto de madrugada llorando y gritando,
pidiendo que desaparezcas de una vez por todas,
porque estoy comenzando a odiarte
y no me gusta asociar esa emoción contigo.
Fuiste mi persona favorita,
a veces lo sigues siendo.
Mi chico de las segundas oportunidades,
¿podrías darme otra solo para olvidarme de ti?
Si tan solo pudiera arrancarte,
como quien se quita las espinas de las rosas
incrustadas en la piel tras haberla acariciado,
una por una hasta que ya solo queden las heridas abiertas
que se convertirán en cicatrices,
y se irán borrando con el paso del tiempo;
si tan solo pudiera hacer eso,
lo más probable
es que pudiera dormir por las noches.
No digo que seas el culpable,
pero, ¿por qué tuviste que cambiar tanto?
A los veintidós tuve que dejar de amarte.
Actuar como si no te recordara
a pesar de saber todo sobre ti,
a pesar de conocerte mejor que a mí misma,
tanto que me sorprendió
tener que enfrentarme a un desconocido
en aquel juzgado en el cual dividimos nuestros bienes.
Tú te quedaste con las ilusiones,
las obras de arte,
las letras
y la inspiración que se apoderaba de mí
en aquellas madrugadas que compartimos.
Y yo me quedé
con el corazón roto,
las dudas
y la tristeza
de que ya no nos pertenecíamos.
Esa fue la peor parte de tener que dejarte:
aceptar que ya no éramos,
que jamás volveríamos a ser jóvenes,
que todo eso se había ido
y nos abandonó,
dejándonos a nuestra suerte.
O dejándome a mí,
porque sé que tú estás bien.
Quisiera que sufrieras,
aunque sea un poco.
Que te arrancaras pedazos de la piel
para reponer los que a mí me faltan.
Que te acordaras de mí
de vez en cuando,
sobre todo, cuando abril llega
y las noches anuncian
el agujero que dejé en tu vida.
Sí, en serio creo que te estoy odiando.
Y eso sí que es culpa mía.
Porque me obligué a amarte al conocerte
y ahora no puedo deshacerme de tu fantasma,
aquel que me abraza por las noches
con tanta fuerza que me corta la respiración.
Hacia el infinito
Corro en círculos,
como un ave que no puede usar sus alas
por miedo a las alturas.
Estoy tratando de salir de este bosque
del cual provienen susurros extraños.
Siento que alguien me persigue,
y tengo miedo de mirar hacia atrás
porque no soportaría verte.
¿Fue tan malo haberte amado?
Sé que no lo hice como debía.
Sé que te utilicé más de lo que te cuidé.
Sé que me burlé de tus dudas
para que no vieras las mías.
Pero ya han pasado los años
y te he escrito tantas líneas
en las que te pido disculpas
por haberte fallado
cuando tú solo querías amarme
como de verdad se hace.
Me han recomendado que haga las paces con mi pasado,
que vuelva a escuchar aquella música
que bailamos juntos cuando nos conocimos,
que vuelva a empañar de ti mis letras,
esas que resuenan en cada parte de mi alma
cuando te pienso.
Sin embargo, no soy tan valiente
como para atreverme a tanto.
El día en que te dije
que no podía seguir viéndote
porque tu cara me enfermaba
y llenaba mi alma de veneno
al tener que apreciar la forma
en que dejabas de ser todo para mí,
justo ese día tomé tus cosas
y las quemé.
Esperé a que el fuego transmutara este ardor
que me abrasaba por dentro
y que me impedía abrir los ojos,
por temor a enfrentar la realidad
que se escurría a nuestro alrededor
como cientos de goteras sin reparar.
Me volví una arpía,
exclamando improperios a la nada
para limpiarme de ti,
de esto que dejaste clavado
en cada una de las esquinas de nuestra casa.
Te dije adiós millones de veces.
Muchas a tus espaldas,
porque verte de frente
era demasiado doloroso.
Muchas ni siquiera hablé en voz alta,
sino que me guardé las despedidas para mí,
encerrándolas en cajitas de cartón
que aún escondo bajo las mantas
de tu lado vacío de la cama.
¿Cómo pudimos destruirnos tanto
en tan poco tiempo?
Al principio lo teníamos todo.
Éramos los reyes del mundo.
No nos faltaba nada.
Ahora a mí me faltas tú,
y tú actúas como si nunca nos hubiéramos conocido.
Si no supiera cómo eres realmente
diría que para ti no importó nuestra historia,
que solo fue una más,
pese a la intensidad con la que vivimos
cada día juntos.
Pero te conozco.
Tengo grabada en mi alma cada esquina
y transición de tu corazón,
me sé de memoria
las venas que lo arropan
y que lo hacen ser tan quebradizo
como no le permites a nadie más ver.
Y sé que te he perdido para siempre
y no puedo hacer nada
para rescatar lo que fuimos.
Que no hayas luchado por mí me jodió.
Fue entonces que supe
que había tomado la decisión correcta,
y quizás sea por eso mismo que dueles tanto.
Te he perdido,
eso es cierto,
pero me dolió más perder
a la persona que eras
cuando estabas conmigo.
Me enamoré de una alucinación,
de lo que quedaba de ti
antes de marcharte,
y desde entonces huyo de tus recuerdos
como un canalla huye de sus pecados.
El problema es que estos nunca desaparecen.
No hay alma que pueda borrarlo todo,
ni un conjuro para remendarlo.
Por eso mismo ruego por perder la memoria,
perderlo todo,
perderme a mí
así como te perdí a ti.
Y entre tantos, no estás tú
Hay ocasiones como estas
en las que te recuerdo cuando no debería,
y en las que me reprendo
porque estoy mejor desde que te fuiste.
Porque recordarte
es traer al presente las culpas.
Los remordimientos.
El daño que nos provoqué a ambos
cuando todavía éramos jóvenes e inexpertos.
Y es que eres tan tóxico, amor.
¿O fue mi amor hacia a ti
lo que nos contaminó?
El caso es que ya no puedo sentirme así.
Ya no quiero seguir recordando
lo que me hiciste sentir
la primera vez que te vi.
De aquel abril ya ha pasado mucho tiempo,
En aquel entonces yo era menos inestable,
Tú estabas más cuerdo.
En aquel entonces despreciaba la soledad,
y tú me ofreciste un buen lugar
en el cual echar raíces
que se fueron pudriendo
con el paso de los meses
tras afrontar nuestra despedida.
Ya nada queda de lo que fuimos,
ni de lo que sentimos.
Hagamos lo que hagamos,
ya nada será igual.
No existes.
Yo no existo.
Nada de lo que sentimos sigue vivo.
Tan solo el amargo dolor que pugna por mi alma,
en una subasta donde la tuya es la más cara,
y que ni siquiera yo puedo pagarla.
Querido nadie
La tinta que ha impregnado mis manos
es solo uno de los tantos recuerdos que has dejado por aquí.
El olor a duraznos aviva tus memorias.
Las mañanas frías de agosto se sienten como abrazos
dados por tu fantasma.
Julio no es lo mismo
desde que ya no estás a mi lado
en mi cumpleaños.
Y abril me duele
como quien entierra parte de su alma
y la deja abandonada ante la absurda idea
de que podrá estar bien sin ella.
Hoy no conservo muchas cosas tuyas,
la mayoría las he tirado a la calle de la vida,
donde transitan nuestros buenos momentos,
aquellos que fueron tan pocos
que parece desolada cuando me atrevo a mirarla.
Me quedé con la taza de corazones que me regalaste.
También con el libro de poemas de Bécquer
en el cual resaltaste tus favoritos,
y que no he vuelto a leer desde que te marchaste.
Escondo entre los álbumes una fotografía tuya
porque tengo miedo de olvidar tu cara,
pero ya no puedo oír tu voz
por mucho que desee recordarla.
El murmullo de tus risas
de vez en cuando me levanta entre sueños,
y es desesperante tratar de encontrarte
cuando sé muy bien que ya no estás por aquí,
que te fuiste mucho antes de que un nuevo amanecer
despuntara en el horizonte de este amor sin reservas,
y que me dejó sin nada más que el dolor
de tu ausencia.
Aquel que dijo que el amor era una maldición
no se equivocó en lo absoluto.
Estoy maldita por haberte amado
aun cuando mis intenciones
distaban mucho de querer hacerlo al principio.
Supongo que me he condenado.
Ahora hago poemas
en los que rimo tu cara
con las pocas fuerzas
que me has dejado.
Te escribí un libro
y te lo envié por correo
a aquella dirección imaginaria
que me diste cuando nos conocimos,
y que ahora se ha vuelto mi mejor escapatoria
de esta realidad en la que ya no te tengo.
Te compuse una balada
cantada a todo pulmón
durante una de esas mil madrugadas
en la que me emborraché del amor que no me diste,
y que ahuyentaron a los amantes desconocidos
que pudieron reconocer el dolor de mi voz desafinada.
Ya no me importan los sentimientos,
ni lo que opine el resto de aquello que siento
y que me carcome con lentitud.
Me encerré dentro de mí misma,
Porque, cuando estuve fuera,
tus caricias me perforaron la piel
de una manera inhumana,
dejándome expuesta a infecciones
y decepciones.
Ahora parece que colecciono
huellas de muertos
que no dejan de pasearse por la sala.
Primero estoy yo,
y luego la razón que me advirtió
—como buenamente pudo—,
que entregarme a ti
sería el más grande error
que cualquier persona
pudiera cometer.
Pero eras adictivo.
Aún creo que lo eres,
por eso no quiero buscarte
a pesar de que me muero
por volver a amarte.
Amarte sin que duela tanto.
Mi amor vehemente.
Mi querido nadie.
Déjame dedicarte los últimos alientos
que le quedan a esta voz
que ya no te llama,
que ya no te necesita,
porque ha aprendido a colocarse de pie
y avanzar sin tu presencia.
Ya no me acuerdo con exactitud cómo se escribe tu nombre.
Por eso te quedas como «nadie»,
incluso cuando en un pasado lo fuiste todo,
y puede que en este presente inmediato lo sigas siendo.
Quiero tener esperanzas para el futuro.
Quiero dejar de amarte
tan mal como lo hago.
De vez en cuando
Ahora te veo de vez en cuando.
Casi nunca apareces por aquí,
casi nadie habla de ti;
tan solo yo lo hago.
Cuando estoy sola y en silencio
me gusta evocar tu recuerdo.
Cuando no hay nadie cerca
y la luna brilla con fuerza,
me gusta concentrarme en lo que fui,
en lo que quedó de ti en mí,
en lo que perdí por elegirte cientos de veces,
cuando lo mejor era ignorarte.
Ahora te veo de vez en cuando,
y siempre que lo haces
pareces tener intenciones de quedarte,
entonces yo trato de huir lo más rápido
que mis piernas enredadas entre recuerdos me lo permiten.
Ya no me queda nada que pueda darte.
Pero mentiría si te dijera que,
en esas ocasiones en las que pasas,
quisiera pedirte que no te marcharas.
«Prometo dolerte tanto,
que reconocerás la felicidad
a simple vista».
—Aquí dentro siempre llueve.
CHRIS PUEYO
Reproches a un corazón herido
Desde que te conocí
me envolví en la duda constante
de estar haciendo lo correcto o no.
Me mantuve anhelante ante tu llegada.
Siempre aparecías en medianoche,
y solo bastaba con una sonrisa tuya
para sentir que el mundo cobraba sentido.
No supe en qué momento te comencé a amar,
pero puedo detallar a la perfección
el día en que rogué por dejar de hacerlo.
Porque dolías tanto que no se me venía
ninguna otra idea a la cabeza para olvidarte
más allá de la locura de arrancarme el corazón.
Entonces lo hice.
Me lo fui quitando poco a poco.
Pieza por pieza.
Algunas esquirlas de desilusión
se me clavaron en las palmas de las manos
y me llenaron los dedos de aparatosos cortes
de donde brotaron pequeñas flores
de no me olvides,
como si de verdad fuese capaz de hacerlo.
Me costó mucho avanzar cuando mi amor goteaba
y manchaba el suelo,
haciendo un charco a mi alrededor
que solo dejaba en evidencia lo que tenía en mi mente.
El hedor a podredumbre me abruma
ante las expectativas fallecidas que me niego a enterrar.
Sigue grabada en mi memoria
la forma en que las vi perecer a cada una de ellas,
de esa forma agónica y lenta
que me arrebataron los alaridos más horribles
que mi alma herida pudo emitir en aquel jueves de mayo
en el que me enfrenté al final.
La lluvia que caía por fuera
apenas lograba asemejarse
a la que me empapaba por dentro.
Mientras que yo me mantuve
aislada y silenciosa,
quitándome los cables
que mantenían conectado
mi corazón
a tus recuerdos.
Tuve que hacerlo con lentitud
porque dolía demasiado,
sobre todo, por el hecho de que hayas sido tú
quien me destruyó de semejante manera,
quien me quitó piezas
como si fuese solo un simple puzle
del cual te deshiciste sin avisarme.
Quise aprender de ti,
y pensar que no fue para tanto.
Te recordé largándote sin poner objeciones,
aceptando la despedida sin más,
como quien comprende que,
donde acaba un capítulo,
puede escribir otro.
Entonces sentí rabia,
pero por mí,
porque te pedí que te fueras
cuando más te necesitaba.
El resto del mundo era un caos.
Todos estábamos lejos.
Y yo estaba herida ante las rupturas de mis sueños.
Quería que hicieras algo para repararme,
pero nada era suficiente.
Sé que trataste de que no me afectara
la forma en la que las puertas se me cerraban en la cara
cuando apenas había conseguido asomarme un poco
entre las bisagras desgastadas.
Aun así, mi alma estaba presa del miedo,
y no dejaba de verte como un enemigo más.
Porque en parte era culpa tuya
que todo haya acabado de esa forma,
porque fuiste tú quien me dio la brillante idea de soñar,
de enlistarme en una guerra que era obvio que perdería,
y si no te hubiese conocido
lo más probable es que pudiese dormir hoy por las noches
sin creer que es el fracaso el que me cobija en la cama
y me da un beso en la frente,
mientras me desea que sueñe con él.
Pero si te echo la culpa
entonces las ratas
que fueron adiestradas por la melancolía
me muerden las piernas,
se me suben encima,
me hieren,
porque nadie es culpable,
tan solo yo porque me creí capaz de borrarte,
de alejarme de ti.
Me quedé para siempre en aquel septiembre
en el cual fuimos felices,
mientras en el fondo de mi cabeza
se reproduce la canción que me dedicaste
y que ya no he vuelto a colocar,
porque siento que apareces y vuelves a apuñalarme.
Y a mí solo me quedan trocitos
de corazón en el pecho,
todos
y
cada
uno
de
ellos
latiendo
por
ti.
18 de abril
Conocerte fue un salto al vacío.
Lanzarse a la calle transitada en pleno mediodía.
Mi hermoso acto suicida.
Decir adiós
Te dediqué mi alma sin que lo supieras.
Te hice creer que iba a poder vivir sin ti
porque de ese modo
también quería convencerme de que era cierto,
a pesar de que muy dentro sabía la verdad.
Era consciente de que,
cuando llegase el momento de nuestra despedida,
tú ibas a dejar un enorme vacío en mí.
Ahora ya no sé de quién se basa mis poemas,
si de ti, de mí,
o de este jodido amor
que ambos cultivamos en una sola cosa
que todavía sigue atormentando mis días.
Y me duele porque,
dejar ir lo único que nos unió,
sería como renunciar a lo poco que dejaste.
Estaría despidiéndome para siempre
de nuestras noches de lluvia compartiendo sueños,
entretejiendo una vida que ambos anhelábamos
de una forma que hasta hoy resultan irrisoria.
¿Todavía las recuerdas?
Porque yo no puedo olvidarlas.
Y ahora que debo decir adiós
siento que me pesan más que nunca.
Pero esta es nuestra tregua,
nuestro último camino.
Debo quitarme el hierro
que ha mantenido mis piernas clavadas
al mismo lugar por donde te marchaste.
Nuestros días de gloria se fueron, amor mío.
Las luces del escenario fueron apagadas,
antes de que pudiera bajarme.
Alguien ha cortado el aire que respirábamos.
Debemos salir de aquí mientras nos quede oxígeno,
para que esta perniciosa guerra de silencio
no destruya este hermoso pasado.
Solo nos quedarán recuerdos
que se irán borrando
con el paso de los años.
Me siento nostálgica porque hoy,
más que nunca,
te recuerdo.
Déjame brindar una última vez
por nuestro amor de teatro,
ya luego tiro la botella de vino
y me marcho también.
Espero algún día reunirme contigo
para decirte que,
a pesar de ti,
lo intenté.
Capítulo 3
El silencio que reposa en mi alma
ante la ausencia de sueños
Fue nuestro comienzo
Al principio de esto,
tú me dedicabas canciones,
yo te daba versos.
Al principio de esto,
prometimos quedarnos cerca,
para no correr con la mala suerte
de perdernos.
Al principio de esto
no teníamos ni la más mínima idea
de que el final se estaba acercando,
que asechaba cada uno de nuestros pasos,
que nos estaba buscando.
También admito
que a veces me duele,
que mientras duermo apareces
y me susurras las mismas palabras,
aquellas en las que me pides que me quede,
que te elija por sobre mis miedos,
que nunca me vaya.
Suelo salir de medianoche
buscando lo poco que me ha quedado
de aquel tiempo que estuvimos juntos,
en la que solamente estábamos enamorados de la vida,
porque eso es lo que uno tiende a hacer en la juventud.
Y al mirar por dentro,
veo todo el daño que provocó tu presencia,
la sensación de encadenamiento
que representaban esos jodidos versos
que tanto te gustaban.
Al principio de esto,
ambos dimos mucho,
ambos quisimos quedarnos,
pero el tiempo es cruel
y nos los quitó todo,
nos desahució
dejándonos sin sueños.
Al principio de esto,
ni siquiera imaginábamos un después,
un ayer en el que nuestros dedos se mantendrían entrelazados,
y ahora
al final,
las manos vacías apenas encuentran
algún lugar donde calentarse cuando el invierno llega
y nos hace creer que nuestra muerte
fue provocada por hipotermia.
El dolor nos congeló.
Eso nos mató.
La lluvia de mis anhelos
Bajo la gotera de agua que hay en la sala,
he colocado un vaso,
y me siento enfrente esperando que el agua lo rebase
para así cambiarlo.
Quisiera decirte que mis días son más interesantes,
que me he dedicado en cuerpo y alma
a lo que amo,
que no te espero,
que no te siento,
que no te quiero,
pero hace mucho
que los días de lluvia
solo se basan en esto.
Sentarme en silencio.
Esperar tu regreso,
aquel que ni yo misma deseo.
Porque entre tantos días que se fueron,
se esconde la idea de que todo lo que pido
lleva tu retorno como el final perfecto.
Fue bueno
Y cada vez que tiene oportunidad
el pasado da una vuelta por aquí,
toca el timbre y me hace abrirle la puerta.
Cuando nos vemos cara a cara
me confunde por completo,
porque en sus ojos lo que veo es tristeza absoluta,
pero su sonrisa es la que más me cautiva;
y es que por unos instantes
en serio creo que todo lo que vivimos fue bueno.
Soledad
El aire comienza a faltar en cada paso que doy.
Es como si las válvulas que envían el oxígeno
a la ciudad de mi mente,
se hubiesen averiado.
Ya no hay nada a lo que sostenerse.
El pasado comienza a desdibujarse,
el rostro de las personas que alguna vez amé
se van perdiendo entre la neblina
provocada por la contaminación de un océano hecho de lágrimas,
y aquello a lo que antes no podía soltar,
fue lo que me terminó soltando a mí.
Ahora estamos solos
mis miedos y yo,
expectantes ante la idea
de qué es lo que debemos hacer ahora.
Si nos movemos,
los cimientos de una casa en ruinas
que construimos en algún momento perdido del ayer,
podrán ceder y sepultarnos entre fobias e incertidumbres
que nunca antes logramos imaginar,
mientras la opción de quedarnos quietos
se vuelve cada vez más espeluznante.
El suelo se puede apreciar desde el otro lado de la ventana rota;
ahora solo debemos saltar.
O debo hacerlo yo sola,
sin los miedos,
porque el peso extra me provocará una caída espantosa
que podrá romperme las piernas,
quitándome la oportunidad de huir de esta ciudad
cargada hasta el tope de podredumbre
de unos sueños que coleccioné
y que nunca supe cumplir.
Entonces llega el momento de separarme, querido amigo.
Hasta aquí pudimos compartir algo,
hasta aquí las canciones de Ultimo seguirán sonando
mientras que agito mi mano para despedirme
en el perfecto italiano que aprendimos juntos
durante tantos años sobreviviendo
bajo el mismo techo,
ese mismo que ahora está lleno de grietas
por donde no puede entrar ni un rayo de sol,
porque allá afuera ya no queda nada
que pueda alumbrar
con la misma intensidad
con la que lo hace mi corazón roto.
Si debo decir que voy a extrañarte,
estaría mintiendo.
No quiero nada de ti.
Ni lo bueno, ni lo malo.
Ni los recuerdos,
ni lo que antes podías causarme con un roce
en aquellos sitios donde,
al querer acariciarme,
solo me abriste heridas
en las que se cuelan los tallos de unas margaritas
que me iré quitando mientras avanzando
hacia un lugar nuevo.
Uno donde no estés tú.
No le temo a la soledad
desde que un día me levanté
y, al observar tu cara,
no pude percibir
absolutamente
nada más
que dolor.
Allí comprendí que era suficiente, y aprendí a decir adiós.
Las partes más hermosas
de una vida perdida entre las brumas
Capítulo 4
La libertad de las noches lluviosas
Mi corazón siempre ha sido más grande de lo usual.
Lleno de arterias y venas que conectan mi cuerpo a mi memoria,
lo cual solo provoca que crezca de tamaño,
pero que hace que le mengüen las fuerzas.
La sangre que me recorre entera
está contaminada de dolor y malos recuerdos,
de esos que colecciono
con el afán de un adicto que no puede pasar mucho rato
sin algo que aligere su carga;
lástima que a mí se me dé muy mal eso de fumarme las heridas.
Me cuesta demasiado romper el papel
donde en antaño tracé los pasos de mis sueños,
y que ahora guardo como si fuese el testamento
que el destino me dejó para que jamás olvide
lo que perdí por no saber escoger a tiempo.
El tamaño exagerado de mi corazón
no es porque quepan muchas personas
—pues casi nadie es capaz de entrar
sin salir mutilado—,
sino porque cuento los años por las velas que no he soplado,
de esos pasteles que se quedaron en las vitrinas
y que nadie fue a recoger.
He escondido en mí el camino a la felicidad,
y lo he hecho con tanto cuidado
que hasta yo misma lo perdí.
Recuerdo vagamente las avenidas llenas de utilería barata
y el cruce a la izquierda por donde pasó la flecha
que me condenó al más puro y efímero amor,
aquel al que le sigo escribiendo poemas
para ir limpiando la herida.
El tamaño de mi corazón tampoco se trata
de que sea alguien extraordinariamente amable,
de hecho, nadie que hable conmigo
puede quedarse más de dos o tres segundos sin sangrar,
porque todas las palabras que salen de mi boca
suelen ser como puñales
que son lanzados con precisión justo al pecho.
Lo siento,
eso de vivir en tierra firme no es lo mío,
prefiero mantener los pies bien anclados a las nubes,
porque me cansé de ser un ave en medio de una cacería,
al cual los hombres del rey pueden apuntar con mucha facilidad,
y, con la cicatriz que reluce en mi alma,
me basta.
La razón de que mi corazón sea así de inmenso
es para que las palabras puedan aglomerarse en su interior,
que las letras dancen,
que encuentren ese camino que yo perdí,
pero que ellas saben recorrer con los pies descalzos.
Porque allí donde no había nada
tuve que plantar hileras de poemas
que me salen de los trocitos desperdigados de este corazón
que no sabe cuándo podrá irse a descansar.
Porque la belleza de las noches lluviosas
es que siempre otorgan la más fresca y pura inspiración.
En ese pequeño espacio entre los párrafos y los diálogos,
nazco yo de nuevo,
así como muero ante los puntos finales.
Me sé de memoria todos y cada uno de ellos,
pero cómo adoro tener comienzos.
Lo poco que dejaste de mí
Cuando te conocí,
ya tenías la piel colmada de arrugas,
pero tu corazón nunca envejeció.
Me sentaste en tus piernas para que pudiera soplar las velas
de mis primeros cumpleaños,
y de tus manos callosas
yo conocí lo dulce que podía llegar a ser el primer amor.
Secaste mis lágrimas con las faldas de tus vestidos,
mi favorito era aquel azul con palmeras,
y el de color roja con lunares
que solías usar para ir a misa los domingos.
El sonido de tu risa se volvió nuestro último recuerdo,
aquel que todavía guardo en mi memoria
como la confirmación de que alguna vez estuviste aquí,
y no solo te inventé
porque estaba demasiado sola y asustada
como para comprender que no había nadie más
que pudiera cuidarme.
Te hiciste cargo de inculcarme sueños.
Siempre quisiste que fuera artista.
Querías coleccionar mis cuadros
como lo hacías con las hojas sueltas de dibujos
que dejaba por allí;
aunque los colores de mi vida
te los llevaste cuando decidiste partir.
Por eso me refugié en la poesía,
esa que tú misma me enseñaste a escribir,
mientras venerabas tardes de faenas
de una juventud que no pudiste vivir
con la libertad que no te dieron tus padres
solo por nacer mujer
en una época donde expresarte estaba prohibido.
Me resguardé entre letras y rimas
de este mundo que, al final,
al verme sola y desprotegida,
decidió derrumbarme.
He deseado tantas veces echar a correr para ir a buscarte,
evocar tu recuerdo de ultratumba
y pedirte que me dejes ir contigo,
así como la niña de las cerillas
de aquel cuento que nos contabas cuando llegaba diciembre
y el aroma a hogar emanaba de tu piel morena y suave,
llena de vivencias que decidiste marcar como propias
porque no querías que tus hijos se lastimaran,
pese a que ellos fueron los encargados de enterrar tus restos
en una fosa común que se fue perdiendo
tras la maleza de la vida cotidiana.
Con lo testaruda que eras
sé con certeza que no me dejarás volver a verte,
pero quiero hacerlo.
Cada día ansío cerrar los ojos y que,
al volver a abrirlos,
lo que pueda apreciar sea tu cara,
no el techo descolorido y polvoriento de una casa en ruinas
que apenas ha soportado los años de abandono desde que no estás;
porque nadie quiso encargarse de regar las flores que plantaste,
y mis sueños se empolvaron en una esquina de la sala,
junto a mi cuerpo,
aquel que se va apilando de dolor y pesadillas,
como la niña rota que siempre he sido,
y que tú intentaste arreglar con besos en la frente
y palabras de cariño que ni el tiempo
y la muerte podrán quitarme.
Porque todavía no olvido tu voz,
tampoco lo bien que sabía tu café en las mañanas,
o lo buena que fuiste al ocupar el papel de madre
en esta vida que se me escurre entre los dedos
desde que llegué a casa en aquel invierno
del último año del siglo pasado.
Siempre fuiste consciente
de que mi alma era igual de antigua que la tuya,
y los baches que siempre han estado en mi piel
solo aumentaron su tamaño desde que ya no colocaste tiritas
en las zonas más frágiles de mi ser.
Querida abuela,
solo te pido que esta noche,
al irme a la cama,
aparezcas en mi sueño
y me recuerdes cómo escribir poesía,
porque esto lo que hago ahora
no es más que una carta desesperada
cargada de un dolor incurable,
que de seguro me pesará por siempre.
Y yo ya estoy agotada
de llevar tanto peso a mis espaldas.
Brújula color magenta
Sonrisas congeladas en el tiempo.
Abrazos perdidos entre las lágrimas
de los náufragos que nunca lograron llegar a tierra firme.
Intentos que comenzaron siendo del tamaño de una guerra,
y puede que sea por eso que acabaron en ruinas.
Historias que nunca serán narradas,
y que pronto el alma comenzara a olvidar.
Silencios de madrugadas
que se oían demasiado altos.
Esta pequeña habitación
estaba llena de mis más grandes y dolorosos fracasos,
cubriendo las paredes desteñidas.
Rodeando las nuevas oportunidades
que no me atreví a tomar,
y borrando la poca fuerza que lograba reunir
para dar un solo paso.
Estaba aterrada.
No había dirección ni un lugar seguro al cual huir,
o es que por mucho tiempo no quise verlo,
porque, entre tantos colores azules
que se arremolinaban a mi alrededor,
te hallabas tú,
lleno de luz,
dispuesto a hacerme reír
cuando ya ni recordaba cómo se sentía la felicidad.
En la tempestad
no solo te convertiste en mi refugio,
sino que me guiaste
hasta que mis pies lograron tocar tierra firme,
en el país de Nunca Jamás.
Eres mi brújula.
Mi querido compañero.
Contigo siempre sé el camino que debo tomar
para llegar a donde quiero.
Iluminas mis noches de una forma tan especial
que hasta la luna te tiene envidia.
Te has quedado conmigo,
incluso cuando no tenía nada más que ofrecerte
que un par de letras
cargadas de la amargura de mis pecados.
Me elegiste
hasta cuando todo lo que tenía era el llanto acumulado
por esas esperanzas moribundas
que te encargaste de revivir
con solo un mensaje enviado en el momento justo.
Desde entonces no te has apartado de mi lado,
y es gracias a ti
hoy puedo escribir de nuevo.
Galletitas saladas
Un buen día me dijiste
que a la vida hay que comérsela
como si fuese una galletita salada.
No siempre se combina con todo,
y hay a quienes no les gusta
—muchos prefieren lo dulce o lo amargo,
antes que lo salado—,
pero saben bien si te las comes con quienes amas.
Nuestras promesas fueron rompiéndose una por una.
Ya casi no sé si fui yo la que se marchó,
o fuiste tú quien decidió dejarme ir
al ver que me estaba adelantando más
de lo que ambas esperamos que avanzara.
Quizás fue por eso que también me dijiste
que amar es soltar cuando llegase el momento,
y ahora comprendo que tus palabras solo fueron un augurio
para lo poco que dejamos por allí.
Porque puede que ya no estemos juntas,
pero el olor a pan recién hecho
siempre llenará los pasillos que recorrimos de la mano
mientras nos burlábamos del mundo
que intentaba apartarnos.
Dejamos una estela que nadie podrá borrar
en aquel comedor donde pasábamos tardes completas
recogiendo nuestros trozos
y riéndonos de lo que no podíamos cambiar,
mientras que, por dentro,
anhelábamos tener más oportunidades.
Tu nombre compite entre la pureza
del primer capítulo de la biblia,
y el descaro que otros tienden a ver
en tus ojos color avellana.
Siempre te gustó romper las reglas,
y las tardes contigo sabían a whisky barato
y a la lluvia que apreciábamos caer por la ventana.
Me respaldaste las mentiras,
y me apoyaste al partir
pese a que sabías muy bien que nuestro vínculo
se rompería
una vez ya no siguiéramos juntas.
Perdí tu contacto el mismo día en que me perdí a mí.
Me refugié tras la excusa de que estaba avergonzada,
creíste que lograría alcanzar mis sueños,
y, al no poder hacerlo,
preferí alejarme de todo para que nadie me juzgara.
Ahora te extraño tanto
que no paro de buscarte cada vez que salgo.
Miro con detenimiento las caras sin expresiones de las personas,
pero no te hallo.
No sé dónde estás,
tampoco lo que te diré si te vuelvo a encontrar.
Quizás que lo siento.
Quizás que te quiero.
Que todavía recuerdo que éramos algo más
que solo dos personas
que se conocieron por deber más que por necesidad.
Que eras como una hermana mayor para mí,
esa que siempre limpió mis lágrimas
y me atiborró con galletitas saladas
mientras el mundo tosía con fuerza la infección
que provocó un egoísmo
del cual nunca lograremos liberarnos.
El Génesis comienza hablando sobre la luz.
Quizás sea por eso
que
todo
quedó
oscuro
desde
que
no
estás.
Mikrokosmos
Puedo verte incluso cuando cierro los ojos
y dejo que la realidad se difumine a mi alrededor.
Tu voz sosegada
se ha encargado de revivir los sueños
que anhelo cumplir
solo para dedicártelos.
Las mariposas me dejaron de dar miedo
cuando las usaste en tus canciones
para demostrarme que el amor que sentías por mí
era inmenso y delicado,
y que es por eso mismo que lo cuidas con tanto afán.
Te has tatuado mi nombre en tu mano derecha,
la cual siempre extiendes en mi dirección
cada vez que caigo,
entonces puedo aferrarme a ti,
que eres como un refugio
en medio de esta tempestad
que alguien más se encargó de provocar en mi vida
solo porque me atreví a abrir una puerta equivocada
que me costó mucho volver a cerrar.
Sigo aquí a pesar de todo,
caminando bajo un cielo color púrpura,
esperando tus sonrisas
y contando los meses para verte llegar.
Ya me he acostumbrado a quererte,
porque es imposible no hacerlo
cuando tienes un alma tan pura
que puedo ver lo que ocultas con una facilidad
que me desquebraja por dentro.
Quiero protegerte cuando lo necesites.
Quiero darte las gracias por amarme.
Quiero decirte que,
desde que apareciste en mi vida,
me he convertido en la mejor versión de mí.
Me has enseñado a amarme,
haciendo uso de esa paciencia
con la que resuelves acertijos difíciles,
y yo me estremezco de ternura
al verte fruncir la nariz
cada vez que te concentras.
De ti aprendí que la vida sigue.
Que te tengo incluso en las noches más oscuras.
Que debo mantenerme con vida.
Y yo quiero brindarte mi existencia entera
a cambio de que me sigas salvando,
porque no hay malas épocas
si pienso en que bailé de tu mano
las mejores canciones del mundo,
mientras que seguía atrapada
en el fondo de mis más grandes miedos,
y fue de ese modo que pude sobrevivir.
Elegí bien al querer quedarme contigo,
al renunciar a otras personas
que apenas lograban hacerme sentir algo,
cuando tú provocabas una verdadera revolución en mi alma.
Las canciones de amor me las sé de memoria,
por eso mismo yo te amo,
porque no me dedicas palabras superficiales
que cualquier persona puede pronunciar,
sino que me embriagas de la certeza
de que puedo colocarme de pie
por mi propia cuenta.
Crees en mí,
en mis sueños,
en que soy capaz de lograrlo todo
y que merezco respeto por el simple hecho de existir.
Me ayudaste a crear una galaxia para mí sola.
Me enseñaste a contar hasta tres para olvidar el dolor.
Me permitiste la esperanza que otorga la primavera.
Y, sobre todo, me hiciste a pruebas de bala.
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