18422 palabras / Silvia Moscatel

#drama

SINOPSIS:

Un niño ve cómo su mundo cotidiano —hecho de rutinas sencillas, el amor incondicional de su madre y los pequeños rituales compartidos— se derrumba de un instante a otro. La pérdida repentina lo sumerge en un universo de confusión, negación y dolor, donde la esperanza se aferra obstinadamente a la ilusión. Entre la ternura de la infancia y la crudeza de la tragedia, la novela despliega una narración íntima y desgarradora sobre el duelo, la soledad, la resiliencia y la memoria.

Una imagen…

Preguntas, respuestas, la historia que elegí.

   

Capítulo l

Como lo hacían cada semana, los viernes, fueron al supermercado, justo el que está en la esquina de la escuela a donde él iba.

Su mamá lo esperaba como todos los días a la salida. Cruzaban la calle y entraban para hacer las compras.

Las cajeras los saludaban, él presuroso agarraba un carro para iniciar el recorrido organizado de acuerdo a la lista, preparada en un trozo de papel, escrito con lápiz y ordenado de acuerdo a la billetera que ella llevaba bajo el brazo.

Carne, pan, verduras y frutas, leche, jabón, detergente…

Ansioso pero con paciencia él acomodaba en el carro cada cosa que su madre le alcanzaba porque sabía, siempre sabía que la última parte del circuito armado por las góndolas eran las mermeladas y las galletitas.

Cuando asomaban a ese pasillo él se adelantaba para elegir su mermelada preferida y ese paquete de galletitas que nunca se cansaba de comer a pesar de que su mamá intentaba todas las veces que probara otras, por eso se apuraba, para ganarle de mano y para disfrutar la cara de molestia fingida de ella.

El repositor, un joven que los conocía de sus reiteradas visitas de los viernes y qué sabía de memoria el juego de la molestia de su madre, guiñándole un ojo acompañado de una sonrisa le alcanza el paquete de galletitas y le baja del estante a donde el pequeño no llegaba el frasco de mermelada de duraznos.

Esto fue así durante muchos viernes, esta rutina la disfrutaron hasta ese viernes… 

Porque ese día las cosas ya no fueron iguales, la rutina no se cumplió, algo inesperado interrumpió el rito, algo terrible detuvo su mundo, cambió su universo…

Mientras él le sonríe agradeciendo al repositor esperando ver aparecer a su mamá por el pasillo un ruido muy fuerte enmudece el lugar, cosas que se caen, una lata de tomates rueda y se detiene justo frente a su pie, el repositor corre hacia el pasillo y un grito de ayuda activa el  movimiento de las demás personas que estaban en el lugar estáticas, por la sorpresa.

De golpe él se siente tironeado por la cajera, el frasco de mermelada se le suelta de las manos rompiéndose contra el piso desparramando innumerables estrellas de vidrio en un cielo ámbar…eso fue lo último que registró su mirada en ese fugaz instante.

Después, fue arrastrado hacia el depósito, sujetado por unos brazos fuertes  de los que no pudo soltarse por más que intentaba que sus pequeños pies se mantuvieran pegados al piso para no moverse de ahí.

Gritos de horror, gritos de sorpresa, gritos de ayuda haciendo eco en la vereda…nada entendía, él sólo quería que su mamá apareciera con ese fingido gesto de “molestia” en su rostro. 

Voces desconocidas, una muralla de personas con un rictus de pena en sus caras, el sonido de una sirena cada vez más y más cerca.

El ritmo apurado de pasos y ruedas que se deslizan por el pasillo y una voz grave pidiendo paso.

Todo fue demasiado rápido y sorpresivo, todo estaba fuera de su entendimiento.

Desconocidos que acariciaban su pelo y sus mejillas y él respetando el sabio consejo de su madre procuraba que no lo tocaran, ella se iba a enojar mucho cuando viera que no había cumplido la regla:”no dejes que ningún desconocido se te acerque y mucho menos si intenta tocarte”.

Tratando de obedecer en un vano intento por liberarse gritaba, pegaba y pateaba una y otra vez hasta que su cuerpito ya cansado no pudo resistirse más y se dejó caer al piso llorando desesperado y vencido.

Cuando dejó de resistirse, lentamente se arrastró por el suelo. Mientras trataba de arrodillarse una sucesión de imágenes muy lentamente pasaron frente a sus ojos…una camilla empujada por dos personas con ambos celestes, a su lado un hombre de chaqueta con un bolso en la mano y sobre la camilla un bulto cubierto con una sábana blanca.

Todo se volvió confuso, nada podía ser comprendido por su inocencia, miraba sin entender, quiso ponerse de pie y sus débiles piernas no pudieron sostenerlo.

Con gritos desgarradores pedía por su mamá pero sólo miradas de dolor y desconcierto fueron la respuesta y se quedó finalmente ahí, ahí cerca de ese cielo ámbar con estrellitas de vidrio un tiempo que pareció interminable como las  penitencias de permanecer en su cuarto que en contadas ocasiones su  mamá le obligaba a cumplir cuando se mandaba una macana.

En su mente el tiempo se eternizó hasta qué de repente el contacto de una mano conocida tocó su cabeza…la vecina, esa señora simpática que siempre lo recibía con una sonrisa cuando se quedaba con ella mientras su mamá iba a trabajar.

Lentamente, con sus piernas temblorosas se fue incorporando, dejó que ella lo abrazara y se dejó arrastrar fuera del supermercado.

Lo que vino después, también fueron imágenes y frases que apenas logró ver y escuchar: un ataúd cerrado, un lugar lúgubre y silencioso, gente que lo estrujaba con abrazos que él intentaba rechazar sentado en una silla mirando fijo un ramo de flores blancas (las que a ella le gustaban) arrancadas de su propio jardín, Si ella las viera, se enojaría mucho, porque se desvivía cuidándolas y era feliz en la época que florecían. “Tu mamá sufrió un ataque, no pudieron hacer nada, ella ahora está con Dios, desde allá siempre te va a cuidar”.

Hombres de traje oscuro cargando ese cajón con manijas plateadas, él adentro de un auto recorriendo un camino qué en pocos minutos llegó a la iglesia, la iglesia que a veces solía visitar con ella ciertos días y donde le gustaba escuchar las historias qué con su dulce voz casi susurrante le contaba de las imágenes que allí había, un cura hablando del cielo, de las almas, de Dios y él buscando entre la poca gente ubicada en los bancos a su mamá, con su pollera azul y su camisa floreada.

Otra vez en el auto, siempre acompañado de Olga, su querida vecina que le sostenía sus manitos entre las suyas tratando de mirar hacia otro lado disimulando su llanto. Nuevamente el camino termina en un lugar para él desconocido, silencioso, con raros monumentos, canteros cubiertos de rosales en flor y cruces, muchas cruces, para cada lado que miraba sólo cruces se veían, algunas rodeadas de flores, otras con desteñidas fotos, la mayoría cubiertas con el moho del olvido, rotas, caídas, caminos angostos donde tuvo la sensación que no había suficiente aire para respirar.

El cajón con el ramo de flores apoyado arriba era trasladado en un carro con ruedas tan parecido a la camilla que vio salir del supermercado cuando la subían a la ambulancia y casi sin darse cuenta estaba parado cerca de un pozo angosto, pero profundo…unos hombres con la mirada baja sostenían unas palas y unas sogas.

Con ellas sujetaron el cajón, dejaron las  flores en el suelo, mientras era deslizado al interior de ese pozo que le pareció oscuro, húmedo, triste. Luego alguien tomó entre sus manos un montón de tierra de la que estaba apilada al lado del pozo y  con respeto lo arrojó sobre el cajón ya hundido en él, otras personas hicieron lo mismo a la vez que se hacían la señal de la cruz, la misma que su mamá le enseñó diciéndole que era el saludo respetuoso que se usaba al entrar a la iglesia.

Finalmente, los hombres con las palas cubrieron con el resto de la tierra el ataúd y Olga sin soltarlo de la mano se arrodilló y acomodó sobre esa pila de tierra el ramo de flores blancas, besó su frente e iniciaron el regreso a la casa en el mismo auto que los había traído con el mismo silencio que los acompañó desde el principio.

Durante el recorrido sus ojitos buscaban a través de la ventanilla a su mamá, quería verla, que lo abrazara, quería terminar de hacer las compras y volver a su casa con ella a disfrutar las galletitas y la mermelada mientras ella cantando bajito la misma canción de todos los días sonriente mientras guardaba lo comprado y se preparaba unos mates.

Nada de esto pasó, llegó a su casa, la encontró cerrada y fue Olga quien sacó de la billetera de su mamá las llaves para abrir la puerta y bajó su guardapolvo y los útiles de la escuela.

Silencio, mucho silencio, en cada paso que daba cada vez se hacía más y más profundo. Sólo fue interrumpido cuando su vecina abrió las gastadas celosías de las ventanas y se puso a buscar en la cocina algo para prepararle de comer.

Para evitar los conocidos retos él llevó sus cosas a la pieza que compartían y dejando todo en su lugar se dirigió al baño para lavarse las manos antes de comer. 

Volvió a la cocina, se sentó frente a la mesa donde una sopa humeante  y un vaso de jugo lo esperaban y se quedó ahí, calladito, mirando fijo el plato, revolviendo despacito con la cuchara para que la sopa se enfriara, pero sin espantar al conejo mágico que su mamá decía esperaba en el fondo del plato y qué él podría verlo si tomaba toda la sopa rápido y sin protestar.

Esta vez la sopa se enfrió sin que la probara y el conejo no pudo aparecer, apenas bebió unos sorbos de jugo que cayeron como piedras en su estómago. 

Capítulo II

Todos los días para ellos eran iguales, por ser iguales eran alegres y divertidos.

Le gustaba hacerse el dormido mientras escuchaba a su mamá desde la cocina preparar su desayuno, con la radio encendida y esa música alegre y melancólica que a ella le gustaba escuchar cuyo nombre raras veces se acordaba y qué ella con su dulce tonada le decía “chamamé, gurí…chamamé”.

Cuando el olor al pan tostado llegaba a su pieza, se cubría con la frazada hasta la cabeza y quietito esperaba sólo unos segundos, lo que ella tardaba en acercarse, tironear la frazada, abrazarlo muy fuerte, besar su frente y mandarlo a lavarse los dientes y la cara.

Así era su despertar cada día, mientras él bebía su jarro de leche ella le preparaba la ropa, revisaba por última vez su cuaderno de clases y acomodaba en un tiempo veloz la casa. Se ponía su pollera azul, una de sus camisas floreadas, artesanalmente convertía su largo pelo negro en una gruesa trenza, pintaba sus labios y sonreía a esa imagen que el espejo le ofrecía dónde se reflejaba una foto de Sandro colgada en la pared de enfrente, era su ídolo, sabía sus canciones y las cantaba casi todo el tiempo.

Cuando su mirada aprobaba que todo estuviera en orden salían rumbo a la casa de Olga para que él se quedara ahí hasta la hora de la escuela cuando Olga lo llevaba hasta la puerta y sólo se iba cuando  ya había entrado. Su mamá iba a  trabajar, limpiaba en dos casas de familia, hasta la hora que terminaban las clases y parada en la puerta de la escuela aguardaba su salida con la más hermosa de las sonrisas.

El regreso era siempre un monólogo de todo lo ocurrido en la clase, los deberes para hacer, las felicitaciones recibidas, alguna pelea en el recreo, la nena que le prestó un lápiz de color para terminar un dibujo y así…hasta llegar de regreso.

Mientras él se preparaba para la merienda, ella cambiaba su ropa por un vestido gastado y unas alpargatas que ya tenían en sus suelas las marcas de muchas cuadras recorridas.

Acompañada por el mate supervisaba que terminara la tarea y ahí venía el premio de salir un rato a jugar con los chicos del barrio, en invierno era menos el tiempo porque la noche llegaba anticipada y en verano era más largo porque incluso su mamá sacaba una silla al pequeño patio del frente y mientras vigilaba sus juegos tejía habilidosamente carpetas y puntillas en hilo qué si podía venderlas incrementaba los ingresos del mes.

Nunca sintió que le faltara nada, tenía a su mamá, se sentía querido y cuidado, tenía amigos de su edad, le gustaba ir a la escuela, disfrutaba los fines de semana esos paseos hasta la plaza de juegos donde sobre un mantel  como una alfombra mágica a cuadros amarillos y verdes se apoyaba lo necesario para un sabroso almuerzo.

Verla cuidar la casa, pintar sus paredes, arreglar el pequeño jardín y a veces pensando que no la miraba atreverse a bailar, agarrada de la escoba entre las margaritas, los gladiolos y las azucenas blancas, a las que les dedicaba un cuidado especial y pacientemente aguardaba la llegada de diciembre para que florecieran, hacía que sus ojos como la más perfecta cámara fotográfica registrara cada una de esas imágenes con tanta intensidad como si inconscientemente presintiera que todo duraría muy poco.

Navidades, Día de Reyes, Día del niño, Cumpleaños siempre los vivieron juntos y siempre en cada una de esas fechas un regalo mágicamente aparecía para él.

Y él también la sorprendía cada vez con dibujos más y más hermosos, la emoción de su mamá cuando en uno de ellos vio escrito su nombre y un “te quiero mucho mamá” con letras irregulares y trazo tembloroso fue uno de los más bellos regalos.

A veces la encontraba mirando la nada sin el brillo en sus negros ojos con una cuchara ó cualquier objeto suspendido en el aire, otras la miraba en silencio sentada en la cama y con una foto en sus manos acariciando el contorno de un rostro muy parecido a ella…su abuelita, la que se quedó en esa provincia muy lejos de donde ellos vivían ahora y en esos momentos una lágrima recorría su blanca mejilla, pero en segundos volvían a sonar los cascabeles de su risa.

Una sola vez la vio llorar: cortaba las azucenas del cantero, las colocó en un frasco junto a la foto de la abuelita, encendió una vela, lo abrazó y mientras las lágrimas caían y humedecían sus pequeños hombros, con la voz ahogada por la tristeza, susurró un “adiós, mamá querida”  y se quedó así en silencio sujetándolo en ese abrazo unos segundos, después casi, casi volvió a ser la misma de todos los días. 

Así vivían, así disfrutaban todo lo que podían, así también eran los retos y las penitencias si el hecho ocurrido lo ameritaba, así, simple, sencillo, humilde, sincero, sin esfuerzo era ese amor que compartían.  

En  las noches de invierno, recibía al sueño arropado en su cama escuchando las maravillosas historias que su madre le contaba y otras veces leía.

En verano era distinto, acostados en el patio, mirando las estrellas escuchaba repetidas veces cómo en un tren hicieron el largo camino que los trajo a Buenos Aires y de ahí a la pequeña ciudad donde vivían, él cobijado dentro de su vientre y ella envuelta en una manta tejida por su madre.

Largas horas de viaje por caminos muchas veces bañados de la nada y algunas otras custodiados por pequeños pueblos.

Una vez en Buenos Aires, el camino los llevó a esta ciudad, a esta casa y fueron recibidos al principio con cierta antipatía y desconfianza qué al pasar de los días fue convirtiéndose  en amabilidad y confianza.

Allí nació, y allí estaba creciendo.

Allí tenía sus amigos, su mamá los dos trabajos que les permitían vivir y la tenían a Olga, una mujer madura, con hijos adolescentes, dos perros y un loro que es la que cuidaba de él durante la mañana.

Felicidad sería el nombre ideal para esta vida regada de amor.

Capítulo III

Con la frente apoyada sobre la mesa junto al plato de sopa que, ahora ya frío igual permanecía intacto, se quedó dormido, cansado de mirar la puerta esperando que entrara su madre. 

Con una manta en sus hombros y cuidado por Olga qué desde una silla de tanto en tanto “cabeceaba” vencida por el cansancio y vencida por todos los intentos frustrados de llevarlo a su cama.

Se durmió esperándola…tuvo sueños que lo asustaron: gritos, vidrios, llantos, abrazos, pozos, flores, tierra.

De repente, el sonido del despertador en la pieza lo despierta, siente su cuerpito dolorido, se siente cansado y al abrir sus ojos una enorme confusión se apodera de todo su ser.

Olga, sobresaltada, intenta acompañarlo, pero él mucho más rápido, en apenas unos pasos ya está parado en medio de las dos camas prolijamente tendidas, nadie había dormido ahí.

Sin entender, apaga el despertador, se vuelve hacia la vecina y con su voz al borde del llanto pregunta por su madre: ¿por qué no está?, ¿no volvió anoche?, ¿dónde está? Y tras eso recorrió la pequeña casa llamándola primero con voz fuerte y luego con gritos desgarradores mientras intentaba abrir la puerta de calle.

Ella lo detuvo, con lágrimas en los ojos y la voz quebrada quiso comenzar a explicar lo qué precisamente él no quería escuchar.

Negando todo el tiempo con la cabeza y cubriéndose los oídos con las manos sólo repetía como un mantra esperanzador: “en el supermercado, en el supermercado”. 

Inesperadamente llaman a la puerta, él abre con la mueca de una sonrisa en su rostro, pero se encuentra con otra vecina y su hija, ellas entran y viendo la cara de desilusión del pequeño, intentan abrazarlo, pero él sólo les dice: “en el supermercado…”.

Junto con Olga hacen el intento de explicarle lo ocurrido, pero el niño sólo tiene la mirada fija en el mate que limpio y vacío aguarda a su mamá como todas las mañanas.

Después de un largo rato y como un muñeco se siente transportado hacia la habitación, allí en una bolsa ponen algo de su ropa, lo toman de la mano y sale junto a ellas hacia la casa de Olga.

Así, de la nada se encuentra recibido por esos hijos adolescentes que por pedido de su madre buscan la forma de agradarle hablando sin parar y “permitiéndole” usar lo que quiera de su habitación.

Todo cambió. En un abrir y cerrar de ojos estaba pasando sus días en casa de la vecina, ya no había juegos de escondidas bajo la ropa de cama, ni abrazos, ni besos en la frente…ya no vivía en su linda casa con sus cosas, Olga no tenía una foto de Sandro ni le gustaba el chamamé, ni su sonrisa iluminaba sus ojos.

Era amable y cariñosa, pero no era su mamá.

Un tiempo se distraía, somos animales de costumbres y la rutina de la casa de Olga poco a poco fue incorporándose con el pasar de los días a su vida.

Por la ventana de la cocina, cada vez que podía, se asomaba y miraba hacia su casa buscando una señal de que su mamá había vuelto, pero no, la casa seguía cerrada y el pasto iba adueñándose del pequeño patio.   

Cada mañana preguntaba “¿qué día es hoy?, una vez que le respondían continuaba con lo que estaba haciendo.

Durante esos días, distante  y silencioso, compartía las actividades de la casa con los hijos de  Olga, aprendió con pocas ganas unos juegos nuevos, los chicos intentaban que los acompañara a la vereda, pero él prefería quedarse en la casa, no le gustaba a pesar de su corta edad cómo lo miraba la gente.

Tampoco le gustaba cuando escuchaba frases como: “volver a la escuela”, “nadie que lo cuide”, “solito, sin familia”, “no puedo cuidarlo mucho tiempo más” mientras se hacía el distraído y clavaba su mirada en la ventana mirando su casa.

¿Cómo que no tiene a nadie? ¿No entienden que él la tiene a su mamá y que ella está en el supermercado? Que ya va a venir a buscarlo para volver a casa, que se va a enojar porque creció el pasto, que va a volver a cantarle, que va a seguir cuidándolo como siempre… 

Cuando a su diaria pregunta ¿qué día es hoy? La respuesta fue “viernes” su carita se iluminó, esperó a que Olga saliera con el balde cargado de ropa para colgar en el fondo y como disparado por un arco atravesó la puerta del frente y corrió, corrió sin mirar atrás, sólo miraba las calles que recorría con su mamá para llegar al supermercado.

Cuidadoso como ella siempre le decía miraba antes de cruzar las calles y en pocos minutos, casi sin poder respirar, pero como quien se encuentra delante del mejor regalo, él estaba frente a la puerta del supermercado y sintiendo que las piernas les temblaban entró en busca de su madre.

Capítulo IV

La cajera lo miró sorprendida  intentando sonreírle, él apenas se dio cuenta y como sabía cómo debía comportarse dentro de ese lugar, tomó aire y caminando lentamente se dirigió por entre las góndolas hacia la que guardaba sus pequeños tesoros: la mermelada de durazno y sus galletitas preferidas.

Parado frente a ellas, las miró por un largo tiempo, hasta que el crujir de las ruedas de un carro lo hizo ponerse alerta…esa era ella!

Mirando hacia donde sentía el ruido aguardó con el corazón golpeando en su pecho y una hermosa sonrisa en su cara…ya casi, ya casi, ahí viene!!...pero no, el carro era empujado por una señora qué él no conocía.

Desilusionado, pero con la obstinación de la espera, se sentó en el piso decidido a esperar.

El joven repositor, alertado por la cajera, desde cierta distancia lo observaba sin saber bien qué hacer. Sólo se le ocurrió tomar su triciclo de reparto e ir hasta el barrio donde el niño vivía para avisar lo que estaba pasando.

Cuando encuentra a Olga y sus hijos alarmados buscándolo y le cuenta lo ocurrido, ella sale a buscarlo.

Lo encontró tal como el joven lo describió, sentado en el piso y con la mirada fija hacia esa esquina de la góndola, se acercó lentamente, lo llamó y cuando el pequeño giró su rostro bañado en lágrimas sintió que su corazón le dolía.

Lo incorporó, tomó su manito y poco a poco fueron recorriendo ese lúgubre pasillo que a pesar de estar muy iluminado, el recuerdo de lo ocurrido apenas unos días atrás lo volvía gris.

En la puerta, el repositor los llamó y esquivando la mirada del niño, depositó en sus manos el paquete de galletitas y el frasco de mermelada.

Camino a la casa, Olga intentó una vez más dar inicio a las tristes explicaciones qué nuevamente él se negó a escuchar parándose frente a ella, sin bajar la mirada y a los gritos decirle que ¡NO ERA ASÍ!, “mi mamá está ahí, ella se quedó ahí adentro, yo la voy a esperar”!!.

Cuando llegaron, él se mostró enojado, ni siquiera se acordó de la mermelada y galletitas.

Giró el sillón y sentado frente a la ventana, con la mirada fija en su casa se quedó dejando llegar la noche. Nadie quiso molestarlo y así se durmió y soñó con el rostro hermoso de su madre, ya de madrugada Olga lo arropó, besó sigilosamente su frente y lo dejó en ese mundo maravilloso de los sueños, donde por su relajado rostro presintió que era feliz.

El brillo del sol a través del vidrio lo despertó y de nuevo recordó lo soñado, pero esta vez sí podía entender y no lo angustiaba, su mamá había besado su frente anoche.

Se dejó estar, con la mirada luchando con el brillo del sol, apenas sus ojitos se acomodaron a la luz, de un salto se paró frente a la ventana, desempañó el vidrio y miró…miró su casa.

Parecía distinta, descolorida, el pasto comenzaba a crecer…su mamá se molestaría, ella siempre cuidaba su bonito jardín.

La puerta y las ventanas cerradas, un silencio en su interior que traspasaba las paredes.

Quiso cruzar, pero las llaves, ¿dónde habían quedado?, la respuesta apareció en su cabeza, el monedero de mamá lo tenía Olga! Y entonces, ella cómo iba a hacer para entrar, ¿vendría primero por acá?. Seguro que sí…

Quieto, sin despegar la vista de la ventana, una idea lo hizo cambiar de actitud, miró la hora en el reloj colgado sobre la heladera, no hacía mucho tiempo, en la escuela y con su mamá obligándolo a practicar incansablemente había aprendido la hora, ayudado por su dedo índice en sólo un momento supo que eran las  seis menos cuarto, por un momento dudó: ¿de la mañana?, hacía frío, se tapó con la manta, calzó sus zapatillas así no más, lo más silenciosamente que pudo abrió la puerta y justo pudo llegar a ver qué Antonio, el repartidor de diarios, doblaba la esquina…nunca lo había visto antes, él a esa hora dormía y le pareció un acróbata de circo haciendo equilibrio sobre una bicicleta con un cajón de madera atado sobre el manubrio y otro en el portaequipaje, sacando cada diario enrollado y sujeto con una bandita elástica qué sin parar iba arrojando dentro de los patios de cada casa…

Entendió que era la mañana muy temprano, el frío lo hizo entrar nuevamente a la casa y justo escuchó que el despertador de Olga comenzaba a sonar.

Capítulo V

Conteniendo la impaciencia, esperó a que saliera del baño, sus hijos que iban a la escuela a la mañana estaban despertándose también, pero en realidad sólo Olga se levantó más por costumbre que por obligación porque era sábado.

Casi atropellándola contra la puerta de la cocina un interminable y desesperado alud de preguntas y frases ya dichas atacó a la vecina, qué todavía medio dormida no podía responder porque la desesperación del pequeño era tan grande que no podía controlar sus palabras.

Quiso abrazarlo en un intento para que se calmara, pero él sin dejar de preguntar, retrocedía con su mirada fija en los ojos de ella.

Olga pudo aprovechar un segundo en que el niño necesitó cargar sus pulmones con aire para en un tono de autoridad comenzar a explicar por centésima vez  lo mismo de estos últimos días.

El agotamiento de tan larga exclamación había dejado al pequeño cansado y no pudo, por más que lo intentó, interrumpirla.

Ella lo llevó suave, pero con firmeza a una silla junto a la mesa donde lo obligó a sentarse, él sólo negaba con la cabeza y la mirada fija hacia la ventana.

Todo lo que ella intentó fue en vano, nada lo convencía, como si una pesadilla interminable de la que no podía salir se hubiera apoderado de él, pero de la que desesperadamente quería despertar para volver a “su vida”, a su linda vida de todos los días junto a su mamá. 

Cuando todos los intentos resultaron inútiles, la mujer se incorporó, caminó unos pocos pasos hacia la cocina, puso la pava a calentar  mientras preparaba el mate. Sus hijos sobresaltados  habían visto lo ocurrido desde la puerta de su dormitorio como quien ve la misma película varias veces y sabe por supuesto cuál es el final. Se sentaron a la mesa en silencio, su madre de espalda servía el mate cocido cuando un golpe y un estallido de vidrios la asustó, al darse vuelta vio primero la cara de sorpresa de sus hijos, luego la del pequeño con un rictus extraño que le provocó un profundo escalofrío en su espalda y por último el frasco de mermelada destrozado contra el piso.

Los chicos recibieron con manos temblorosas las tazas que ella unos segundos después de intentar sobreponerse les dejó sobre la mesa. El pequeño con la mirada perdida, los puños apretados y lágrimas incontenibles surcando sus mejillas parecía una figura de hielo a la que sólo la diferenciaba el mínimo movimiento de su pecho respirando.

Cuando sus hijos regresaron a la habitación, en silencio Olga  limpió todo.

Él petrificado en el mismo lugar ni siquiera registró la escena, ella secando sus temblorosas manos con el repasador, estrujándolo entre ellas, mientras lo convertía en un bollo se sentó a su lado, por unos minutos sólo lo observaba, la angustia la invitó a que pasara su mano por esa frente minada de arrugas doloridas, una y otra vez, ganando confianza y con un monótono ir y venir fue extendiendo la caricia hasta su cabeza…y ahí, como si la compuerta de un dique se rompiera, él apoyó su cabeza en el pecho de Olga y una serie de espasmos contenidos trajo al fin el llanto desgarrador que durante tantos y tantos días estuvo carcomiendo su inocente corazón.

El tiempo pasó sin prisa, pasó con el ritmo exacto de dos corazones que por primera vez comulgan: uno en el dolor y el otro sólo dejando que así sea…

Ella pensó que esto  era el comienzo de una triste realidad para el pequeño, pero no fue así como ocurrió.

Limpiándose la cara, separándose de ella volvió a preguntar por su mamá, un profundo silencio y la decepción en la mirada de la mujer tiñendo de gris sus pensamientos. Se levantó de la silla, fue a su habitación trajo el monedero donde estaban las llaves y después de pedirle al niño que lave su cara y cambie su ropa cruzaron a la casa…

La gramilla tapaba parte de la vereda de ladrillos, abrió la puerta de la cerca, él se adelantó y en un par de zancadas ya estaba intentando abrir la puerta de entrada, el ruido de la llave girando hizo un eco profundo en el interior de la casa, él entró casi corriendo:

Todo seguía como el día que fueron al supermercado, cada cosa en su lugar esperando el regreso, encendieron las luces y Olga notó que el polvillo comenzaba a dejar marcas en todas partes, olor a humedad y encierro enmarcaban la desolación del lugar acentuando la tristeza de la ausencia.

Abrieron las ventanas, corrieron las cortinas y el aire renovado luchó sin lograr vencer el peso de la nada.

El niño fue a su habitación, todo estaba igual: su ropa, sus juguetes, sus libros de cuentos, todo ahí quieto, inmutable.

Las cosas de su mamá sobre la cómoda: el cepillo que durante cada mañana acariciaba su largo y abundante cabello negro, los collares que le gustaba usar, su perfume, ese inconfundible perfume que ya no sentía y la manta tejida en telar que la cobijó durante ese largo viaje ya algo gastada y descolorida doblada prolijamente en el respaldo de una silla. Nadie había estado allí…la pequeña casa seguía esperando como él a su madre. 

Hizo otro intento en el baño y la cocina, abrió algunos cajones pero no se atrevió a revisar, sabía que esa era una regla que no podía romper y así lo hizo.

Cuando vio que Olga iba hacia la pieza, la siguió en silencio, ella le pidió que eligiera algo de ropa para llevar y también si quería alguno de sus juguetes y libros.

El pequeño obedeció, tomó algo de ropa y sus cosas preferidas, preguntó por la mochila de la escuela y Olga respondió que era mejor llevarla también.

La mujer lo ayuda a poner todo en una bolsa que  colgaba al costado de un mueble sobre el que había una foto enmarcada con un porta retrato de cartón coloreado con témperas, su regalo para el día de la madre hecho en la escuela y qué, su mamá, había puesto con orgullo, una foto de ellos sonriendo plenamente y fundidos en un dulce abrazo con la placita de fondo, sobre la pared, la imagen de un Sandro joven parecía que ya no sonreía como antes…

Una vez todo acomodado, lo invita a salir, al pasar frente a la foto, se detiene y con la mirada baja y sin preguntar, toma el porta retrato y lo afirma contra su pecho como en un abrazo y así, en una amarga procesión cierran las ventanas, corren las cortinas, apagan las luces y nuevamente el ruido de la llave girando en la cerradura rompe el agónico silencio.

Capítulo VI

Ya en casa de Olga, ella le pide que guarde sus cosas en el ropero de sus hijos, quienes le habían hecho un espacio para que pudiera hacerlo.

Así lo hizo, obediente pero sólo porque recordó las palabras que su madre le decía con respecto a ser cuidadoso y prolijo con sus cosas, porque costaba mucho poder comprarlas.

Durante el almuerzo, tomó una silla en el lugar  de la mesa desde donde podía ver su casa. Comió en silencio, esperó a que todos terminaran para levantarse y fue a sentarse en el sillón qué ya había pasado a ser su cama, ahí recordó que su mamá también le había enseñado a colaborar con los trabajos de la casa y levantándose rápidamente comenzó a recoger los platos de la mesa y después se quedó parado junto a Olga mientras lavaba la vajilla con un repasador en la mano pronto para secar cuidadosamente cada cosa que Olga iba dejando lavada sobre la mesada.

Ella le sonrió en algunos momentos cuando sus miradas se cruzaron, él sólo agachaba la cabeza.

La tarde pasó tranquila, no quiso salir a la vereda con los otros chicos, miró un rato televisión y al anochecer volvió a acomodarse en el sillón mirando atentamente hacia su casa deseando con todo su corazón qué en algún momento las luces se prendieran porque esa sería la maravillosa señal de que su mamá había vuelto.

Cuando con la llegada de la noche, las únicas luces que se encendieron fueron las de la calle, se levantó e intentó formar parte de esta otra casa que ahora lo cobijaba.

Pidió permiso para dibujar, trajo de su mochila unas hojas y la cartuchera y comenzó a dibujar, los chicos volvieron de jugar en ese momento, se pusieron a hacer su tarea y le ofrecieron usar sus fibras para los dibujos, él con las mejillas sonrojadas y una tímida sonrisa les agradeció y las usó.

Al cabo de unos minutos con su “trabajo” terminado le pidió a Olga cruzar a su casa para dejarlo por debajo de la puerta, era un dibujo hermoso: su mama bailando con la escoba en el patio y debajo una  frase escrita con fibra roja que decía “bolve  mamta t qiero”. Ella tomó las llaves y con los ojos llenos de lágrimas lo acompañó, le abrió y dejó que dejara su dibujo sobre la mesa.

Al salir le explicó que no iban a venir todos los días a hacer eso porque su mamá no iba a volver, el pequeño, esta vez sin alterarse trataba de escuchar lo que Olga le decía.

Esta actitud hizo que Olga comenzara a vislumbrar una señal de aceptación de lo ocurrido por el niño que provocó una sensación de alivio en su alma…

Entonces, alentada por lo que para ella era una señal, le preguntó si quería volver a la escuela, el niño levantando los hombros emitió un “sí”.  Esto provocó en la mujer una serie de movimientos torpes por la prisa qué en apenas unos minutos su guardapolvos colgaba impecablemente planchado en una percha junto a los de sus hijos. Le pidió que trajera la mochila para juntos revisar que nada faltara y si algo no había: goma, regla, lápiz…iba silbando bajito y haciendo como si bailara hasta las cartucheras de sus hijos y de ahí los “traía”, se los daba guiñándole un ojo y él rápidamente lo guardaba en la suya compartiendo sin darse cuenta después de muchos días un juego. Esto provocó que una risa fresca creciera desde dentro de su almita y Olga se sintió un poco menos angustiada.

La cena transcurrió tranquila para la mirada de la mujer, conversó con sus hijos y el niño sonrió sin poder evitarlo ante algunas ocurrencias de ellos.

Al terminar entre todos ordenaron y limpiaron la cocina y luego sus hijos se fueron a la habitación invitándolo a jugar un rato con ellos a los videos.

Llegada la hora de dormir, Olga le preparó la cama en el sillón y le ofreció dejar una luz encendida a lo que el niño se negó. Lo besó tímidamente en la frente y cuando fue a arroparlo vio qué entre las sábanas había puesto el portarretrato traído de su casa, sin hacer ningún gesto sobre eso, apagó la luz y se fue a acostar.

El pequeño aguardó a que todo quedara en silencio, se levantó sigilosamente, corrió el sillón arrastrándolo más cerca de la ventana, abrió un poquito la cortina y así entre sentado y acostado con la foto aferrada entre sus manos y buscando la señal de una ínfima luz en su casita se quedó hasta que el sueño lo venció. 

Sobresaltado por el ruido del despertador abrió los ojos y esperó a que su mente se acomodara al lugar donde se encontraba mientras sintió los pasos de Olga venir hacia la cocina.

Ella lo saludó con un ¡Buen día! Y un guiño de ojo, encendió la cocina puso agua a calentar, prendió la radio y fue a despertar a sus hijos.

Desayunaron y los chicos salieron presurosos para la escuela.

Olga comenzó a hacer las tareas de la casa silbando de vez en cuando algo parecido a la música que oía por la radio, ordenó los cuartos y la cocina, lavó ropa y él la ayudó a colgarla. Había compras para hacer y la acompañó, aunque sólo fueron hasta la despensa de la otra cuadra y eso lo desilusionó, él creyó que irían al supermercado aunque cuando preguntó qué día era y la respuesta fue lunes, se sintió aliviado.

Al volver, miró un rato la televisión casi sin prestar atención a ésta, su cabeza tenía otro pensamiento: volver a la escuela…

Cuando los chicos volvieron él ya estaba listo para salir con Olga. Ella les sirvió el almuerzo y después de repasarle el pelo por quinta vez y revisar que el guardapolvo estuviera todo abrochado, salieron en silencio.

El camino a la escuela él lo sabía de memoria, pero esta vez no iba con la confianza de todos los días, sentía qué era todo muy diferente, a pesar de eso, caminó de la mano de ella como todos los días y al llegar a la esquina, antes de cruzar la calle no pudo evitar pararse y mirar por unos segundos hacia el supermercado, sólo eso y luego continuó recorriendo los últimos metros hacia la puerta de la escuela, donde la directora y su maestra lo esperaban.

Le dieron un beso en la mejilla, se despidió de Olga  y fueron al patio caminando lento hacia la fila que formaban sus compañeros de grado que no dejaban de mirarlo con mucha insistencia, pena, cariño y otros sentimientos que iban alterando cada uno de las casi treinta caritas ya conocidas por él y las tantas otras qué sabiendo lo ocurrido no podían evitar la sorpresa de verlo nuevamente.

Las horas pasaron tan normales como se pudo, todos fueron amables, le ofrecieron sus cuadernos para que pudiera completar los suyos, lo invitaron a jugar en los recreos, la señorita fue más paciente que de costumbre y cada vez que recorría las hileras de bancos y pasaba junto a él, le acariciaba la cabeza.

Al sonar el último timbre de la tarde, el que anunciaba la vuelta a casa, presurosos formaron, saludaron a la bandera e iniciaron el camino hacia la puerta…en ese momento, de manera inesperada su semblante cambió, una ráfaga de hermosas imágenes desfilaron por su cabeza mientras daba esos pasos: “su mamá lo habría ido a esperar, todo de verdad era una fea broma que acabaría cuando él mirara hacia la vereda de enfrente y ahí, sí, justo ahí ELLA, con su camisa floreada y su negro pelo al viento le ofrecería la más pura sonrisa mientras qué, su mano agitándose en el aire le advertía ser cuidadoso para cruzar la calle…”

Capítulo VII   

Dando los últimos pasos, cerró los ojos, contuvo la respiración, pasando su mano por la pared se dirigió a la salida, otro chico sin querer lo empujó, tuvo que abrir sus ojos para evitar caer y cuando miró hacia la calle varios padres buscaban a sus hijos, como estatua en medio de la vereda sólo volvió a la realidad cuando escuchó la voz de Olga que lo llamaba y se acercaba hacia él con una inquietante sonrisa.

La mujer trataba de traducir el gesto austero qué se dibujó en la cara del niño, tímidamente le extendió su mano, el pequeño dudó un mínimo instante y se agarró de ella. Así emprendieron a paso lento el regreso qué tristemente pudo adivinar sería a la casa de la vecina. Por supuesto que no tomó el camino de siempre, Olga evitó la esquina del supermercado…

El regreso a la casa, la merienda, hacer los deberes ayudado la mayoría de las veces por Pedro el hijo mayor de Olga, jugar un rato, dibujar a escondidas aunque todos supieran, bañarse, cenar y aguardar la hora de dormir. Poco a  poco  la rutina  lo fue ayudando a transitar esos interminables días mientras la espera por su madre era la idea qué se hacía cada vez más profunda en su cabeza, cada vez tomaba más intensidad y él trataba que los demás no lo notaran.

Llegó el viernes y esta vez no necesitó preguntar nada porque como un condenado dentro de su celda, el pequeño ahora al escribir la fecha en su cuaderno de clases sabía sin necesidad de preguntar cuándo era viernes.

Y eso fue lo que pasó, cuando la maestra escribía en el pizarrón “Hoy es viernes…” para que los alumnos copiaran y así dar inicio a la clase de ese día, la sensación de un rayo atravesó su cuerpo y ciego empujó, desparramó y tiró todo lo que encontró en esa carrera demencial para salir del salón, atravesar el pasillo, soltarse con toda la furia a manotazos del portero que no pudo detenerlo y llegar a la vereda, con esa misma ceguera corrió con toda la fuerza que pudo, cruzó la calle justo en la esquina sin ver ni escuchar qué un auto frenaba bruscamente tras su paso y se detuvo en la enorme puerta del supermercado qué estaba cerrada. Tocó  la cortina metálica, intentó tomar aire y lentamente se sentó en la vereda convencido de esperar que abriera.

La directora, el portero y su maestra llegaron detrás de él y como figuras de cera se quedaron mirándolo sin saber qué hacer, sin animarse a hablarle ni acercarse por temor a qué volviera a correr, pero no fue así. Su señorita se acercó, poniéndose de rodillas a su lado, pasó su mano por la espalda suave pero segura y él dejó que ella lo hiciera, mientras buscaba el abrazo para poder contenerlo alcanzó a escuchar un susurro qué pareciéndose a un rezo decía: “cuando abra ELLA va a estar ahí…”.

En pocos minutos lograron no sin esfuerzo conseguir que se levante, que acepte dejarse llevar de regreso a la escuela y una vez en la dirección aguardaron a qué Olga viniera a buscarlo.

El relato hizo que la vecina tomara la decisión de llevarlo al médico, pero como lo atendía el pediatra de la salita, decide esperar a la mañana siguiente y entonces vuelven a su casa. Esta vez la mujer tuvo la sensación de arrastrar con su mano un cuerpo terriblemente pesado por la tristeza y sin poder evitarlo, las lágrimas asomaron a sus adultos ojos.

Muy temprano en la mañana salieron hacia la salita, mucha gente se atendía allí y para lograr que el pediatra lo viera era condición instalarse y armarse de paciencia. Cuando les llegó el turno, la mujer primero pasó sola para poder hablar sin reparos con el médico dejando al pequeño en una silla en la diminuta sala de espera observado por la empleada qué no con muchas ganas aceptó ante la insistente solicitud de Olga.

Ella trató de explicar con lujo de detalles lo ocurrido desde la muerte inesperada de la mamá ante la atención algo limitada del médico, todavía quedaban muchos pacientes por atender y  él se sentía esclavo del tiempo. Igual escuchó la triste historia, no podía diagnosticar qué ocurría con el niño y comenzó a dar indicaciones como “pruebas de ensayo y error”: para medicarlo era muy pequeño, apenas siete años, sugirió llevarlo con una psicóloga, que visitara el cementerio, que buscara algún familiar para que pudiera hacerse cargo, intentar hacer su vida lo más “normal” posible hasta que pudiera elaborar el duelo y asimilar dentro de su corta edad la ausencia definitiva de su madre…así la lista fue creciendo.

Olga sabía, pero calló, que el nene no tenía familia, su querida vecina en tardes de mate había relatado su vida en la provincia, su amor y desamor, el bebé en camino y la dura decisión de su padre de echarla, de no querer saber nada más de ella ni del niño, de la vergüenza que provocaba en su digna aunque humilde familia y el silencio doloroso y desgarrador de su madre cuando la ayudó a preparar el pequeño bolso y con manos temblorosas colocó en un bolsillo un rollito de billetes, ese fue el último gesto de amor que la joven recibió antes de llegar a ser “su vecina”.

Después de esta charla el doctor hizo pasar al pequeño, lo revisó, tomó su temperatura, lo pesó y cumplió de esta manera con un control pediátrico “normal” del qué, por supuesto sólo obtuvo datos normales, claro está, qué el corazón destruído por la pena y su almita estrujada por el dolor no dieron signos físicos que pudieran encontrar alivio. 

Al salir del consultorio, la empleada le ofreció unos caramelos con la excusa que se había portado muy bien mientras esperaba, él los aceptó y no pudo evitar una sonrisa: esos eran los caramelos que su mamá le compraba cuando salían a pasear.

En la vereda como un acto inconciente tomó la mano de Olga y caminaron mientras una simple charla surgió entre ellos.

La mujer animada por este gesto no se dio cuenta qué por esa calle pasarían por la esquina de la escuela y consecuentemente por el supermercado, tarde ya para evitarlo, al llegar al lugar imaginó una nueva situación como las vividas, pero él estaba tan distraído que casi no registró el lugar, la mujer aprovechó rápidamente esa mínima oportunidad y doblaron en la esquina mientras ella rogaba y contenía el aliento.

Los días pasaron con un tinte de normalidad.

Pedro y Antonio fueron aceptando mejor la  presencia permanente del pequeño en la casa ya qué para ellos tampoco resultó fácil reacomodarse a esos nuevos días donde su madre había asumido que no podía dejarlo sólo y por eso lo llevó a su casa. Hasta tuvieron que aprender a compartir el afecto de los dos perros porque los animales con un sentido admirable y como pudiendo ver el dolor del niño le dedicaban más atención. Además ellos habían pasado por un dolor muy parecido cuando su papá después de una larga enfermedad murió siendo apenas unos años más grandes que él, aunque, también era cierto qué ellos seguían teniendo a su mamá.

Capítulo Vlll

La normalidad duró poco, cuando parecía que las cosas se habían empezado a acomodar, cuando la rutina a la que todos nos apegamos buscando convencernos que todo marcha bien mientras no intentemos romperla, todo volvió al comienzo, todo tristemente volvía a empezar.

Primero reaparecieron los silencios, las miradas perdidas traspasando la  ventana, los pedidos insistentes de dejar un dibujo en su casita, peleas sin sentido en los recreos, poca atención en las clases, señales intermitentes qué volvieron a preocupar a la mujer.

Comienzan las sesiones con el psicólogo del hospital, las que fueron tan cercanas como cada treinta días…alcanzaban? Eso fue lo que Olga se preguntó.

Una tarde de sábado lo llevó al cementerio, tomó esa decisión dentro de las pocas que quedaban en la lista que hiciera el pediatra.

El cielo lucía profundamente celeste, el sol brillaba ofreciendo una calidez especial. Fueron caminando, como paseando. En el trayecto la mujer le preguntó si se acordaba que ya habían ido una vez y él respondió con un rotundo NO.

En el puesto de flores de la puerta compraron un ramito de crisantemos amarillos y entraron tomados de la mano. 

Los rosales invadiendo esos caminos angostos, las lúgubres construcciones, la sombra de las cruces en el suelo y el ensordecedor silencio mientras a paso lento iban acercándose a un espacio donde cruces blancas brotando de la tierra en fila pareciera recibirlos hicieron que un torbellino de imágenes como desordenadas diapositivas brillaran en su mente. Detuvo bruscamente la marcha y sin poder quitar la vista de una de esas cruces en particular, una que inequívocamente llamó su atención porque un ramo de flores secas dormía sobre la tierra apoyado en ella. Las inconfundibles flores blancas que Olga cortó de su casa estaban ahí. 

La mujer notó la reacción del nene y también se detuvo, agachándose frente a él, buscando su mirada, volvió a preguntarle si recordaba, el niño sólo negó con la cabeza y no quiso avanzar un solo paso más. Ella pidió que la esperara y sin quitarle los ojos de encima, se acercó a la cruz, dejó el ramo que compró sobre la tierra acariciando respetuosamente esas maderas  y no quiso ó no pudo quitar las flores secas.   

Ya frente al niño, lo abrazó y girándolo sobre sus pies regresaron en silencio, ella lo llevaba con su brazo sobre los agobiados hombros, en su cabeza la película que innumerables veces había intentado dejar de ver apretando los párpados hasta que le dolían esta vez se reiniciaba una y otra vez y no podía hacer nada para que no fuera así. Dentro de esa tortura llegaron a la casa y ahí, en ese momento inesperadamente se desprendió de Olga con un violento empujón y salió disparado hasta “su” casa. Ella  sorprendida fue tras él sin poder evitar que llegara a la puerta y comenzara a patearla y pegarle con su cabeza.  

Lo tomó con fuerza de los hombros, tuvo que mostrar una firmeza hasta ahora no  usada con él y gritando su nombre desesperada logró sostenerlo y evitar que siguiera golpeándose…JUAN!!! Varias veces hasta que los gritos quemaron su garganta. Así, como si un trueno anunciando la lluvia al oír su nombre de esa manera giró y en sus ojitos no hubo dolor hubo un sentimiento que ella prefirió no entender: enojo, rabia, ira. Eso se leía en la mirada infantil, Olga aflojó un poco el abrazo, pero sin soltarlo buscaba encontrar en esa mirada al niño…tristemente encontró un extraño, como si de golpe hubiera crecido, como si de golpe la cruel verdad se hubiera instalado en su ser.

Casi tuvo que arrastrarlo hacia su casa, poco a poco  el cansancio en ese diminuto cuerpo dejó que la mujer como una pesada bolsa de arena lo cargara apenas un poco más arriba de su cintura y así, desentendido de todo se dejó llevar como sumergido en un oscuro mar arrastrado por las olas.

Antonio alcanzó a ver parte de esa escena y presuroso tiró la bicicleta y fue en ayuda de su mamá. Los dos lo llevaron hasta el sillón donde dormía, lo acostaron y se quedaron observándolo, la mirada perdida, inerte. Pasaron los minutos, llegó Pedro y entre susurros le contaron lo ocurrido, el chico molesto por lo que su madre estaba viviendo, se encerró en la pieza dando un portazo mientras gritaba: No quiero que siga viviendo en esta casa, ya no lo quiero acá”.

La sorpresa en el rostro de la mujer fue el desencadenante para que dentro de su cabeza otras posibles soluciones comenzaran a tomar forma, igual, prefirió guardar silencio y tomarse el tiempo para poder reflexionar.

La tarde fue larga, demasiado denso se volvió el clima en esa humilde cocina donde hasta unos cuantos días atrás todo era alegría, mientras tomaba unos mates por su cabeza el almanaque encendió días y fechas como luces de neón…casi dos meses y esto no tenía indicios de mejorar, sólo unos destellos de cambio y nuevamente las situaciones volvían a ser las mismas ó peores, la de ese sábado fue la que casi rebalsa la copa. La pobre mujer sintió la incapacidad de ayudarlo, de contenerlo, de llegar con todo el cariño y la pena que le provocaba a poder cobijarlo…lloró sobre ese mantel de hule gastado y sus lágrimas cayeron en diminutos goteos sobre él.

La noche llegó para poner un manto de calma, preparó la cena, Pedro no quiso salir del cuarto y cenaron sólo los tres…en realidad cumplieron con el rito de sentarse a la mesa porque cada uno como muestra de enojo, angustia, preocupación sólo revolvía la comida en el plato sin llevarse un bocado a la boca.

El silencio pesaba en el ambiente, Antonio ayudó a su madre a levantar los platos y fue a tratar de hablar con su hermano qué rotundamente hizo oídos sordos. Cuando Olga quiso hacerlo, ni siquiera abrió la puerta.            

La mujer ayudó al niño a acostarse, apagó las luces y fue a su habitación, el día la encontró sumida en un océano de dudas.

Capítulo IX

El domingo llegó como si tratara de poner un velo de paz para  ellos, tan pleno de luz que era imposible no sentirse distinto, así lo sintió Olga, aunque el peso del insomnio hacía mellas en su espalda y volvía sus pies pesados, preparó unos mates mientras los chicos despertaban…era temprano todavía y tenía ese tiempo para ella y sus pensamientos.

En el sillón, Juan dormía y ella no podía dejar de mirarlo sin saber qué hacer con él. 

Para despejarse, encendió la radio así la música la acompañaba mientras hacía alguna tarea de la casa, de repente la melodía de un chamamé agregó un tinte de nostalgia a esa mañana de domingo.

Juan se despertó y sonrió viendo a su vecina moviendo sus pies al compás de la música, ella le devolvió la sonrisa y preparó un sabroso mate cocido y pan con manteca. El niño lo disfrutó y le pidió que no 

Silvia Moscatel

sacara la música y casi sobre la taza vacía colocó hojas en blanco y comenzó a dibujar.

Esos dibujos eran las fotos que su mamá dejó en su memoria con cada detallado cuento sobre su vida en esa lejana provincia: su abuelo cosechando tabaco, su madre tejiendo en el telar y ella y sus hermanos jugando a la hora de la siesta. La pobreza noble, la del esfuerzo diario, la de lograr una educación para los hijos, la de compartir hasta una jugosa naranja así de gajitos entre todos y dejar la cáscara secándose para darle un sabor más rico al arroz con leche… 

Con cada dibujo el pequeño contaba una historia a Olga qué ella ya conocía, pero mientras lo escuchaba se “sorprendía” como si fuera la primera vez con todo lo lindo que él sabía, claro, su mamá no concluyó nunca la historia con la parte más triste, para qué decirle a él qué cuando pasó lo que no pudo evitarse, cuando su vida crecía en la panza fruto de un amor hermoso y oculto y nada pudo impedir que se dieran cuenta fue cuando la cara inmutable de su abuelo Juan mirando como su hija emprendía un camino sin regreso y su abuela, la linda mujer de la foto, sacudida por sollozos pero hundida en un silencio profundo sin animarse a decir nada que fuera a cambiar las cosas vieron como ella sin volver a mirar atrás pero rogando que una sola palabra frenara sus pasos se alejó…

Así, con la tranquilidad tan añorada por esa mujer pasó el domingo, hasta sus hijos llevaron al pequeño un rato a la vereda y todo estuvo bien.

La semana comenzó sin nada que hiciera preocupar a la mujer, la rutina semanal fue bien hasta el viernes.

Ese día no sólo se negó a ir a la escuela sino qué volvió a escapar y la escena dentro del supermercado volvió para tristeza de todos.

La cajera, el repositor y el dueño fueron testigos y volvieron a serlo a futuro muchas veces. Los clientes que conocían al pequeño casi no se inmutaban con la situación, pero también solía haber clientes ocasionales y a ellos además de sorprenderlos, le molestaron.

Sintiendo que ya no había control con el niño y dolorida por los justificados reproches de sus hijos, buscó asesoramiento con profesionales y a ellos, obligada  y con mucha pena, les confesó qué ese niño no tenía a nadie en este mundo.

Durante días acudieron al hospital para que pudieran evaluarlo. El diagnóstico fue incierto y la decisión triste, porque sólo podían llevarlo pupilo a un instituto a unos pocos kilómetros de la ciudad donde sería cuidado y educado dentro de las posibilidades.

Mientras una puerta de esperanza parecía abrirse, la culpa  también abrió su puerta en el corazón de Olga por tener que llegar a esa decisión.

En la casa prepararon su bolso, allí guardó la foto  y con el mismo silencio y la mirada en la ventana casi implorando una señal desde su casita, esperó la llegada de un auto que lo llevaría a ese nuevo lugar qué aunque le habían dicho mucho, él no conocía y eso lo inquietaba. Una mujer no muy joven bajó, con gesto amable tomó el bolso y sosteniendo la puerta del auto esperó.

Pedro y Antonio se despidieron con un beso en la mejilla, Olga lo acompañó hasta el auto tratando de disimular sus lágrimas, lo abrazó y ahí, en la vereda se quedó hasta que el auto dobló en la esquina.

Lentamente se dio vuelta y caminó hasta la cocina, se sentó en el sillón donde el niño había dormido durante este tiempo y acariciando el almohadón rompió en un llanto incontrolable, sus hijos al oírla, se acercaron asustados, la abrazaron muy fuerte y en ese abrazo de tres se quedaron mientras ella recuperaba la calma.

Los días en esa casa fueron volviendo a recuperar la alegría, la despreocupación de los chicos volvió a convertirlos en ese torbellino que entra y sale sin parar, ya no había que evitar comentarios, bromas, ya no sentían el peso de ser cordiales con un pequeño que sólo preocupaba a su mamá, pero su mamá estuvo muy callada durante varios días y una vez recuperada la sonrisa, sus ojos  de tanto en tanto se detenían en la casita de enfrente, cada vez más gris, cada vez más abandonada y una lágrima caía como al descuido.

Los días para el pequeño fueron volviéndolo más callado, su mirada extraviada como si un oscuro manto la cubriera y su cuerpo perdiendo peso, apenas si tragaba unas cucharadas de caldo mientras una señora con chaqueta azul aguardaba sentada a su lado obligándolo con el rostro enjuto  sin decir una palabra.

Capítulo X

El instituto donde fue a parar era un lugar para chicos sin familia, allí vivían. Había una pequeña escuela, una capilla, cancha de fútbol y un parque con muchos árboles frutales. Las habitaciones eran amplias, con varias camas en cada una de ellas y ventanales con rejas, al igual que la puerta de ingreso y el gran portón de la calle, rejas en cada abertura que tuviera contacto con el afuera, gruesas y altas rejas pintadas de verde. 

El niño encontró en otros de edades similares a la suya, algunos más pequeños, otros algo mayores, su misma mirada cuando de manera esquiva otros ojos se cruzaban con los suyos. Siempre en silencio, buscando apartarse del resto, salvo cuando las horas de clases en la escuelita lo obligaban al igual que durante las comidas a sentarse cerca del grupo.

En pocos días supo los horarios qué cada actividad tenía y sólo participaba deseando que el reloj enorme del comedor caminara más rápido para poder volver al dormitorio, sumergirse entre las sábanas y abrazar su foto hasta dormirse en un lugar oscuro y donde el silencio dominaba las largas horas de la noche, sólo interrumpido por un grito ahogado ó por el llanto de alguno de los chicos ó del suyo.

Nadie era visitado, pero los insistentes llamados de Olga lograron que pudiera ir considerándolo una excepción para tratar que el niño fuera sintiéndose mejor.

Ella  llegó con una bolsa donde traía una pasta frola de dulce de batata que era su preferida, algunas golosinas y  una bufanda celeste que le había tejido. Se sentaron al sol en una de las mesas del parque y mientras Juan masticaba amargamente un pedazo de la torta ella lo miraba inspeccionándolo buscando una mejoría.

El silencio roto sólo por unos pocos monosílabos como respuesta a sus preguntas la decepcionó y cuando llegando la hora en que debía despedirse él le imploró llorando que no lo dejara, que lo llevara a buscar a su madre, que le permitiera volver con ella y sus hijos prometiendo entre lágrimas que se portaría bien la volvió a ubicar en su propia tristeza, en el dolor compartido.

El abrazo qué por primera vez con desesperación se negaba a soltar, los tirones con la enfermera, la risa burlona de otros chicos, la crisis que lo llevó a gritar, empujar y ser arrastrado hasta el interior hizo qué debiera suspender las visitas por sugerencia de quienes allí lo atendían.  

La mujer se fue envuelta en dolor, muchos interrogantes surgieron otra vez en su cabeza durante el corto viaje en colectivo hasta su casa, llegó con la pena marcada en su rostro, les contó a sus hijos durante la cena. Pedro se quedó mirándola y luego fue a su cuarto, Antonio escuchó mirando fijamente el plato, sin levantar la cabeza y cuando pudo interrumpirla sólo dijo: “Acá no puede volver” y sin más hizo lo mismo que su hermano. Ella quedó sola, en silencio y mientras recogía los restos de esa amarga cena lloró. 

Cuando Juan despertó, encontró sobre la almohada la bufanda y las golosinas, quiso recordar qué había pasado, pero todo le pareció muy confuso: gritos, empujones, una mano fuerte sosteniendo su brazo, un pinchazo, palabras sueltas, su nombre repetido en diferentes tonos y por distintas voces, sentirse cargado en brazos y luego la nada hasta ese preciso momento en que volvió del sueño profundo. 

Tomó la bufanda y las golosinas y torpemente las puso debajo de la almohada y se quedó un largo tiempo más así, tapado y aferrando su foto, quieto muy quieto intentando volver a dormir y por suerte el sueño se apiadó de él y lo cobijó unas horas más.  

Una voz lo nombraba repetidas veces y así de la inconciencia del sueño pasó a la conciencia de regresar a ese lugar a donde ahora vivía.

Nada cambió ni para bien ni para mal durante el mes siguiente, sólo que Olga no había vuelto y el pequeño sentía que tampoco volvería. 

Así los días fueron pasando y cada vez se volvía más sombrío, más esquivo y más irritable cuando lo obligaban a cumplir reglas elementales para vivir allí como comer y bañarse. 

Solitario, silencioso, con la mirada perdida deambulaba por el lugar.

En clase no participaba ni escuchaba las historias mágicas que narraba la maestra, sólo de vez en cuando dibujaba…en esos momentos era un niño distinto, cubriendo de colores brillantes las hojas, armando palabras con un trazo que iba tomando confianza, pero para alarma de los adultos encargados de su cuidado no hablaba, desde la triste escena cuando se despedía de Olga no había emitido un solo sonido, salvo el llanto.

Consultaron con especialistas y decidieron que Olga regresara.

La llamaron, le explicaron lo que pasaba y la mujer al día siguiente estaba en el colectivo con una caja de lápices, fibras y hojas  envuelta para regalo.

Sin que supiera, lo llevaron hasta la cocina y ahí, parada junto a la mesa, temblando y con sus brazos extendidos la vio…sus ojitos asombrados no podían dejar de mirarla y cuando sus piernas se lo permitieron aceleró su paso y se abrazó muy fuerte a esa querida señora. Ella lo recibió entre sus brazos y así se quedaron unos minutos, arrullándose.

Capítulo XI

Se sentaron uno al lado del otro casi sin separarse y Olga comenzó a hablarle y hacerle preguntas…al principio él sólo la miraba, abría la boca como gesto de respuesta, pero ni un solo sonido salía.

Ella decidió contarle de sus hijos, de los perros y del loro que había aprendido a llamarlo y cada tanto se escuchaba un “Juan”, mientras lo observaba y buscaba el contacto de sus ojitos que se resistían  cada vez menos…y así “sin querer” pero con el deseo inconciente  de que “eso pase”, ocurrió: sus miradas se encontraron y ella sólo pudo ver una alarmante oscuridad en esos ojos inocentes.

Se encontraron, se sonrieron tímidamente y cuando ella sintió que estaba por perderse la comunión, le tomó la mano y tocándose la frente con un gesto que se interpretaba como un:”Ay!!! Qué cabeza la mía” puso sobre la mesa el regalo que le había traído. Juan se soltó para poder agarrarlo y con una emoción incontenible la miró y le dijo “gracias”.

No pudiendo salir de su asombro, Olga se levantó, lo besó fuerte en la frente y lo abrazó mientras su mirada atravesaba el techo agradeciendo.

Abrazados volvieron a sentarse y el pequeño abrió el regalo, ella lo vio feliz en ese instante para luego ver cómo las sombras volvían a acomodar los velos de la tristeza.

La mujer sacó de su cartera una golosina y el niño la saboreó hasta terminar chupándose el chocolate derretido en sus dedos. Con el dedo deslizándose por su boca preguntó: “¿y mi mamá? El rostro de la mujer con un rictus de amarga sorpresa y un dolor conocido en su pecho, su garganta luchando porque una palabra se libere y él repitiendo la pregunta.

Reponiéndose un poco le tomó el rostro con sus manos y le dijo las palabras qué, como un guión aprendido de memoria contaban una vez más lo ocurrido.

Retroceder, eso es lo que pasa, vuelve siempre al mismo lugar…no, no vuelve…él se quedó parado ahí… 

Ese mensaje llegó a su cabeza, como una luz que  obliga a cerrar los ojos, en medio del relato, la obligó a callar repentinamente, a obligarlo a que la mire y descubrir en su mirada eso que en las pocas ocasiones en que pudieron mirarse tanto la preocupaba no poder comprender qué era y ahora, sin análisis, sin reflexiones se presentaba: vacío…su mundo ya no está, y él, único sobreviviente, solo en medio de la nada…

Juan al ver interrumpido el relato de Olga empezó a  descargar un alud de palabras que al ser oídas por la mujer le confirmaron lo que había presentido en ese momento.

Negar, todo el tiempo, gritar que NO ERA ASÍ tan fuerte qué alarmada la mujer que esperaba a que la visita terminara entró a ver lo que ocurría.

La crisis del pequeño terminó repentinamente y tomando las hojas y los lápices se puso a dibujar envuelto en el silencio.

Olga lo dejó ahí, lo abrazó por detrás y susurrándole  al oído algo se apartó y abandonó el lugar. 

La señora le juntó las cosas de la mesa y lentamente lo condujo hasta el dormitorio, allí se apuró a guardar debajo del colchón de su cama los colores y papeles, eran su tesoro y nadie tocaría nada…

Los chicos a veces tienen sentimientos encontrados que no siempre son buenos, mezcla de egoísmo y envidia  pueden convertir una simple travesura en algo no tan bueno y eso pasó con quienes compartían el dormitorio con Juan…uno vio lo que guardaba y en un descuido junto con otro chico, deshicieron la cama y sacaron lo que Juan había guardado, corrieron al patio y se sentaron a dibujar.

Cuando el niño regresó a la habitación y vio lo que pasó, la furia se apoderó de él, tiró y rompió todo lo que encontró a su paso y con gritos de espanto salió disparado en busca de sus cosas y de quienes las tenían. No tardó ni un minuto en estar frente a los chicos qué alarmados por los gritos quisieron  esconderlas, pero el miedo convierte en torpes a quienes lo sienten y sin poder hacer mucho fueron sorprendidos por golpes de puño, patadas y empujones que no los dejaban levantarse del piso.

Una empleada que intentó frenar a Juan sin lograrlo llegó corriendo, trató de separarlos pero la fuerza cegadora del pequeño hizo que fuera imposible. Los gritos y llantos de dolor y  el pedido de ayuda alertó a todos los habitantes del lugar qué sin poder entender lo que pasaba trataron algunos de que tan terrible situación terminara y algunos chicos sólo se pusieron en el papel de espectadores casi disfrutando tan trágica escena.

Los dos chicos fueron llevados a la enfermería y a Juan, sujetándolo entre dos le aplicaron ahí, en el patio mismo una inyección que lo fue calmando hasta sumergirlo en un profundo sueño. Así, dormido lo trasladaron a una habitación, lo depositaron en la única cama que tenía y ataron sus brazos y piernas con tiras de gasa de la enfermería, a su lado, una de las señoras se acomodó en una silla para velar su sueño.

En ese maravilloso mundo estuvo varias horas, bellas imágenes de su mamá lo acompañaron por momentos, oscuras imágenes lo sobresaltaron en otros hasta qué el efecto del sedante se disipó y poco a poco atravesó el umbral que volvía a colocarlo en la dolorosa realidad de ese oscuro manto que lo cubría y ensombrecía su existencia.

Capítulo Xll

Quiso incorporarse y no pudo.

Comenzó a agitar su cuerpo con el esfuerzo de poder soltarse y junto a ese intento recordó que hasta llegar ahí donde se encontraba había perdido sus cosas y a la vez sintió dolores en su cuerpo y manos de los golpes recibidos cuando los chicos quisieron defenderse y también de los que él había dado para recuperar sus cosas. Volvió a sufrir un brote de histeria, volvieron a dormirlo sin desatarlo presumiendo que no podrían controlarlo y por ese oscuro túnel transitó su mente  hasta perderse de nuevo en la negrura de la nada.

La luz del sol lo despertó, se sentía aturdido y dolorido, quiso moverse en la cama y las tiras de gasa alrededor de sus extremidades no lo dejaron. Incorporó su cabeza y vio a la mujer sentada en la silla  en el rincón de la habitación quiso llamarla, pero ella se incorporó y se acercó con el brazo extendido para tocar su frente, adivinando, el niño giró la cabeza y se quedó mirando la agrietada pared.

La mujer salió y en unos minutos regresó con el médico quien  lo observó mientras se acercaba y lo revisó, para ello soltó las tiras, pero el niño se quedó inmóvil mirando la pared sin hacer ni un solo gesto y dejando qué sus brazos cayeran muertos al costado de su cuerpo cada vez qué el médico los levantaba y soltaba. Sólo las lágrimas silenciosas corrían por sus mejillas.

Con la frustración de no conseguir ninguna respuesta favorable el médico recomendó una dieta y unas pastillas para mantenerlo más tranquilo intentando así que volviera a integrarse al grupo de niños.

Eso no ocurrió, pasaron los días y él seguía en esa habitación, no comía, no tomaba agua salvo lo poco que podían obligarlo, tuvieron que pasarle medicación por suero…

Su estado no cambiaba, sólo su cuerpito que cada vez estaba más delgado y una aureola violácea marcaba su mirada perdida en la nada. Estaba muy débil, por lo qué intentaron pasarle suero para evitar  más gravedad a su estado.

Nunca estaba solo, ni siquiera en los momentos en que dormía inducido por los sedantes. Lo visitó una psicóloga pero en ninguno de   esos encuentros logró nada.

Pasaron los días qué el médico consideró prudente y luego, en un informe se solicita nuevamente la presencia de Olga.  

Él durante ese tiempo, fue feliz, en el sueño inducido las imágenes más bellas lo acunaron: su mamá bailando con el viento y el ritmo de la ropa colgada al sol sonriendo al cielo, ella peinándolo una y otra vez frente al espejo, su figura vestida con las mejores ropas preparando la mesa de Nochebuena, los paseos por las conocidas calles de la ciudad, sus historias narradas antes de dormir con esa voz melodiosa y esos bonitos y enormes ojos negros con esa mirada tan especial y su franca sonrisa y sus ruidosas carcajadas y sus besos en la frente y esos abrazos porque sí no más…la casa, la escuela, el supermercado… y de golpe: la nada.

Abría sus ojitos y una blanca pared descascarada, una luz fría,  y él ahí, sumergido en esa extraña cama. Entonces los cerraba y con los párpados apretados hurgaba en su mente buscando regresar a esos lugares donde ella estaba…  

Una mano torpemente acarició su mejilla, al abrir los ojos la vio: Olga, su querida vecina había vuelto.    

Confundido, sin poder diferenciar sueños y realidad, la miraba asombrado e inmóvil.

Cerró los ojos, quería quedarse así, con esa caricia conocida sobre su cara, quería poder parar el tiempo por lo menos en ese momento ya qué con su mamá no podía hacerlo y esas imágenes aparecían para llenarlo de una efímera alegría y luego lo abandonaban en ese mundo oscuro.

Unos minutos después, Olga lo ayudaba a incorporarse en la cama, lo abrazó muy fuerte mientras le decía que lo había extrañado mucho…

La debilidad del pequeño era notoria, su cuerpito tembloroso dibujado por una silueta de huesos prominentes se dejaba hacer sin importar qué.  

Le trajeron una taza con leche tibia qué ella fue insistiendo que bebiera con una cuchara mientras lo miraba tratando de diagnosticar qué ocurría con el pequeño. Lentamente media taza quedó vacía, el niño no dejaba de mirarla y cuando ella hizo el intento de llevar la taza a una mesa en el rincón del cuarto, él le agarro el brazo con desesperación, reteniéndola. 

Olga lo calmó, dejó la taza sobre la mesa, volvió a sentarse al borde de la cama y lo tomó entre sus brazos arrullándolo con ternura.

Le contó algunas cosas sin importancia buscando una sonrisa, trató de hacerlo durante un largo tiempo pero no hubo sonrisa, hubo un pedido que salió disparado de sus entrañas “no te vayas, no me dejes”…  

Esas palabras clavaron en el pecho de la mujer un juramento, sin pensar, sin analizar soltó una promesa que fue tomada como lo más bonito escuchado en este largo tiempo para el niño quien al oír: “voy a llevarte conmigo” se apretó contra el cuerpo de su vecina y de golpe, cuando sus ojos se detuvieron en los de ella, una pequeña luz había vuelto a su mirada. 

Con las  visitas  diarias de ella, la esperanza de él crecía como un enorme globo de colores brillantes al inflarlo, poco a poco aceptando los alimentos que le ofrecían y obedeciendo las indicaciones del médico fue recuperando fuerzas. 

Por fin llegó el día en qué salió de ese lugar de la mano de Olga. Regresaba al lugar más cercano para esperar a su mamá y eso lo hizo sentir ilusionado.

Antonio y Pedro lo esperaban con la sorpresa de haber colocado una cama para él en su cuarto, por supuesto que eso fue el resultado de sentencias, amenazas y súplicas de su madre.

Acomodó sus cosas y puso debajo de la almohada la foto.

Merendaron juntos, Juan apenas habló pero pudo sonreír con algunas de las ocurrencias de los jóvenes.

Pasó la tarde en el sillón cerca de la ventana dibujando y mirando de a ratos hacia la casa que le costaba reconocer.

No se habló de que volviera a la escuela.

Pasaron los días así, en la casa, saliendo con Olga, dibujando y no dejando de pensar en encontrar a su mamá…

Las escapadas comenzaron, pero ahora  no fueron los viernes, ahora ocurrían en cualquier momento. También corría con dibujos hasta la casa y los metía por debajo de la puerta.

El dueño del supermercado habló con la vecina pidiéndole que hiciera algo con el niño porque sino se vería obligado a pedirle a su vigilancia que no lo dejaran entrar y que lo tendrían detenido en la vereda hasta que lo fueran a buscar.

Los inconvenientes molestaban cada día más a los hijos de Olga volviéndose poco a poco intolerantes. 

Capítulo Xlll

La soledad, el abandono, la falta de información para recibir ayuda, la presión de sus hijos, el estado de Juan que iba empeorando volviéndolo inmanejable fueron marcando profundos surcos en el rostro de Olga.

Se sentía agobiada, desorientada pero tampoco podía su corazón aceptar la idea de abandonarlo.

Sus ojos se abrían en las mañanas con el deseo que algo bueno ocurriera, que la razón desbloqueara la mente del niño, que existiera un milagro. Por las noches se cerraban suplicando que así fuera.

Días, meses en que todo iba por una pendiente sin avistar un retorno.

Un momento de descuido de la mujer provocaba la huída del pequeño.

Sin darse cuenta, un día ordenando un cajón sacó el monedero de su vecina que ella había guardado con la intención que el niño no lo viera, creyendo que no lo había advertido, volvió a guardar todo y siguió con otras tareas. Juan disimulando la sorpresa de verlo y conteniendo la ansiedad esperó hasta qué sintiéndose seguro lo tomó y se adueño de la llave de su casa dejando el monedero en el mismo lugar.

Ahora podría entrar nuevamente a su hogar y esperar el regreso de su madre.

Con el poder que se le otorga a un amuleto salió disparado hacia la casa, entró y puso llave. Sin abrir las ventanas buscó la llave de luz  pero no se encendió, la penumbra del anochecer oscurecía más el lugar. El registro de lugares queridos se mantiene aunque algo distorsionados en nuestra cabeza, parado en medio de la nada, recordó que en un cajón había velas, a tientas las encontró y recordando lo cuidadoso que debía ser encendió una y la sostuvo en su mano. 

Así pudo ver que las cosas en la cocina estaban casi como la última vez que Olga lo acompañó aunque un olor extraño y la sensación de vacío antes no formaban parte de ella. En el suelo cada uno de los dibujos que había ido dejando cada vez que podía formaba una alfombra que comenzaba a cubrirse de tierra. Sin dejar la vela se agachó y en una serie temporal fue acomodando un dibujo al lado del otro formando un círculo. Encendió otra vela y la pegó en el suelo sentándose en el centro. Allí rodeado de esas torpes imágenes con lúgubres sombras bailando en las paredes se mecía al triste compás de la soledad mientras la vela en su mano lloraba su llanto de cera.

Esa imagen desoladora fue la que vio Olga cuando ayudada por sus hijos pudieron forzar la puerta.

Lo arrastraron hasta la casa, no hizo ningún intento de resistirse y dejó que lo acostaran.

Sin poder ó quizá sin querer encontrar más excusas se dejó convencer por el psicólogo y sus hijos que Juan inevitablemente debía volver a la institución y así se hizo.

Nuevamente la escena de un auto que viene a buscarlo, el saludo de Antonio y Pedro, el abrazo de Olga pero en ésta faltó la promesa que anteriormente le hiciera de “ir a visitarlo”, acá sólo fue una mano agitándose lentamente mientras el auto iniciaba la marcha y se perdía nuevamente a la vuelta de la esquina.

Para ambos fue la despedida definitiva, en ella bañada por la culpa de no haber podido y en él por la incomprensión de las ausencias.

Con la vista fija en el parabrisas hizo el camino sin moverse una sola vez, sólo lo hizo cuando alguien abrió la puerta del auto y tomándolo del brazo lo invitó a bajar.

Con su bolso recorrió veredas y pasillos ya conocidos, volvió a percibir los pulcros e irritantes olores de la higiene exagerada, reconoció algunos rostros y detuvo su mirada en los qué tiempo atrás le habían quitado sus tesoros.

De nuevo una habitación con muchas cama y una cualquiera qué sería la suya desde ese momento. Como un robot se vio guardando su ropa en un viejo ropero y colocó bajo la almohada la foto y la bufanda celeste.

Desde ese momento fue un integrante más, se adaptó a lo que pudo para evitar castigos, pero en el poco tiempo que tenía para él sólo pensaba en la forma de salir y poder volver a su casa…todavía tenía  guardada entre sus cosas la llave.

Sin llamar la atención su aislamiento lo aprovechó para recorrer los lugares buscando algo que le permitiera salir de ahí.

Sus deseos de descargar emociones dibujando también se frustró sólo a momentos autorizados en horario escolar ó en el tiempo destinado a hacer la tarea para el día siguiente, y era en esos momentos donde la desesperación se adueñaba de él y en un estado hipnótico dibujaba y pintaba con tanta intensidad que el papel se destrozaba como si un puñal lo atravesara.

Nunca participó de los festejos de cumpleaños del mes que se hacían, cuando correspondía al de su cumpleaños se mantenía más alejado del grupo de chicos observando como si nada pasara a su alrededor.

El primer intento de salir del lugar ocurrió una tarde de invierno con una persistente llovizna gris, aprovechando un descuido y el patio desabitado corrió hasta un rincón donde se unía la reja del frente con la pared qué por descuido o abandono se había hecho una separación al caerse unos ladrillos, no sin esfuerzo lo pudo atravesar y de pronto se vio parado del otro lado de la reja, no supo qué hacer, no podía darse cuenta para dónde correr hasta que vio un cartel al borde de la calle qué había visto las dos veces que hizo el camino en auto.

Se dirigió hacia él y luego con el impulso ciego de la libertad corrió hasta quedarse sin aliento y un intenso ardor en su garganta lo obligó a parar para reponer aire. Un tiempo indefinido estuvo sentado en la vereda, humedecido por la llovizna comenzó a sentir frío, se incorporó y en la misma dirección en que corrió continuó caminando. Mientras la luz de la esperanza lo alentaba a seguir una alarma se activó en su cabeza: la foto había quedado bajo la almohada!!. Se detuvo sin pensarlo siquiera y con la misma velocidad que buscó huir del lugar reinició el camino de regreso llorando. Antes de llegar a mitad del recorrido fue detenido por un policía qué alertado de su salida lo subió al patrullero y lo devolvió a la institución.

Lo castigaron dejándolo sin salir de la habitación una semana, poco le importó, en ese tiempo se las ingenió para grabar en el piso de madera debajo de su cama con una lapicera vacía un garabato qué para él era el plano que lo ayudaría a regresar a buscar a su mamá y cuando eso ocurriera y pudiera encontrarla todos se darían cuenta de la gran equivocación que habían cometido al no creerle.

Hubo otros intentos qué llegando un poco más lejos igual terminaron con su regreso y  castigos cada vez más severos.

Nada logró que cambiara de idea, hasta se manifestaba desafiante cada vez que regresaba.

Nunca tampoco dudó que encontraría a su madre, nunca dudó que ella lo esperaba en ese lugar, nunca dudó en mantener vivas las ganas del encuentro y hasta llegó a enojarse con Olga por no entenderlo, sobre todo ella que conocía a su mamá y que sabía que nunca, pero nunca podría haberlo dejado solo. 

El tiempo pasa demasiado rápido y él sólo se sorprendía cuando el espejo le devolvía cambios físicos porque su mente anclada en sus siete años no comprendía qué el joven que el espejo le devolvía no era Juan el que se miraba a los ojos.

Capítulo XlV

Para Olga, desde esa despedida definitiva, tampoco fue fácil.

No pudo dejar de sentir culpa, no pudo encontrar el alivio de haber hecho lo correcto, no pudo ni siquiera volver a verlo porque sabía que sería un volver a empezar sin final feliz.

Por un tiempo lo que hizo fue llamar a ese lugar una vez por semana para sentirse tranquila que el niño estaba bien, las respuestas poco detalladas y con afirmaciones más teñidas de dudas que de convicción se auto convencía que era lo mejor que podía hacer.

Aunque ella nunca dejó de pensarlo y tampoco pudo dejar de detenerse frente a la ya abandonada casa de su inolvidable y querida vecina, de tanto en tanto los domingos caminaba hasta el cementerio a dejarle  una flor.

Un domingo cuando salía para allá algo llamó su atención  desde el patio de la casa, era diciembre y como una señal que no pudo comprender en ese momento, dos varas de azucenas blancas  bailaban bajo el sol al compás del viento…Se dejó llevar por la sorpresa, atravesó el desolado jardín de delante de la casa y las cortó.

En la cruz que custodiaba los restos de su amiga las puso y con un rictus de amargura se arrodilló sobre la tierra, cortó algunos yuyos qué atrevidos invadían el lugar, regó con lágrimas el suelo y sin saber por qué cuando se despedía de sus labios salió un “nos veremos pronto para cuidarlo juntas…”

La salud de la vecina desmejoró rápidamente y  no pudo evitar tener que dejar su casa para mudarse con sus hijos a la casa de su hermana dónde en poco tiempo falleció.

La casa de Olga quedó vacía al igual que la de Juan, con el tiempo pocos se acordaban de lo ocurrido en esa cuadra, de la tragedia en el supermercado y de ese niño sólo y a la buena de Dios.

Mientras, Juan se transformaba en un joven cautivo en la mente de un niño que solo preservaba una idea en su cabeza.

Hosco, ermitaño, rebelde y gris, así era su imagen, su mirada sombría, la espalda encorvada como intentando soportar el dolor de la incomprensión, aunque nunca con la sensación de salir de ese letargo dejó de buscarla y mucho menos de esperarla.

Esa idea fija y concreta lo mantuvo vivo y consecuentemente  mantuvo cada imagen que le permitiera regresar intacta en su cabeza, hasta se esforzaba por recordar el camino que lo trajo a ese lugar. Buscando perfeccionar en cada dibujo que de ellas hacía…

Como no provocaba daños a terceros, como no se dañaba así mismo, como sólo dejaba de deambular por los pasillos cuando le permitían dibujar, quienes lo cuidaban se ocuparon de que no le faltaran hojas y lápices y así, con la naturalidad de lo sencillo alguien una vez lo nombró como “el dibujante” y así todos en el lugar lo nombraban con ese apodo.

Juan, ajeno a todo se olvidaba hasta de comer cubriendo hojas con trazos y colores cada vez más definidos, en sus sueños se esforzaba por buscar esos lugares cosa que podía hacer sin problema intentando al despertar plasmarlos en el papel.

El rostro sonriente de su madre se aparecía alentándolo.

Trazos más firmes, callos en sus dedos perfeccionando esa serie de lugares que repetía una y otra vez: su casa, la plaza, su escuela, la casa de Olga y el supermercado. Sumaba detalles en cada nuevo dibujo.

Por momentos buscando salir de esa idea fija dibujaba lugares del instituto: la mesa del patio, la escuelita, el hueco en la pared, la cocina y la habitación con la pared descascarada.

Cada mirada en el espejo desconocía más y más lo que le devolvía, él era el nene de la foto que durante años guardó como única señal que todo lo que soñaba fue real, él y su mamá, en esa imagen que inevitablemente se iba gastando.

Un día cualquiera lo llevaron a la oficina del director, había personas que nunca había visto y no supo que pasaba, muchas palabras que no  entendía, unos papeles para firmar confusión y de nuevo el miedo que se iba asomando por su espalda.

En breve cumpliría años, la edad justa y necesaria para abandonar el instituto, era adulto, responsable de su vida, libre…era un ser desamparado, con una mente de niño y una obsesión extrema y debía irse de allí.

Hubo explicaciones de distintos matices, palabras de aliento que no sirvieron.

De repente una mañana se vio sacando su ropa del viejo ropero, guardando en una caja todos los dibujos que pudo y haciendo el recorrido inverso que hacía muchos años atrás había realizado con la terrible diferencia del tamaño de la sombra que se reflejó en cada uno de esos momentos.

La reja se cerró a su espalda y una sensación de desamparo lo sacudió. Se quedó ahí sin animarse a dar un paso, sin animarse a girar su cuerpo, ahí detenido, ahí suspendido ese niño solo sin saber por dónde empezar el regreso.

El instinto es algo sorprendente, hace su aparición como el héroe de una saga para salvar el mundo, y nos salva ó al menos nos inicia para que empecemos a salvarnos. La primer señal fue el viejo cartel que lo orientó en sus intentos de fuga, hacia ahí se dirigió y luego, al doblar comenzó una marcha lenta pero firme para buscar lo que tanto necesitaba.

Caminó sin tener idea del tiempo que lo hizo, sólo en su cabeza la imagen del supermercado y de su casa iban alternándose y con cada aparición una energía renovada lo obligaba a seguir. El cansancio comenzó a brotar por sus piernas, estaba cayendo el sol y el niño apareció necesitado de un refugio, agua y comida. Sólo la ruta, infinita serpiente gris, atravesando el campo, una parada de colectivo comenzó a dibujar sus líneas a una larga distancia, sin saber qué podría ser esa construcción que a lo lejos era lo más cercano a un refugio Juan se animó y recobró el ritmo de la caminata. Al acercarse supo lo que era, donde él vivía los había visto.

Se recostó en el banco de cemento, usó el bolso como almohada y abrazando la caja con sus dibujos se quedó dormido, el cansancio superó la sed y el hambre, cuando abrió los ojos, con el cuerpo entumecido, aturdido, necesitó un tiempo para entender por qué estaba ahí. Recordó lentamente lo vivido, poco a poco fue reincorporándose, vio que el sol asomaba a su espalda, recordó que al llegar al refugio caía frente a sus ojos y comprendió que era la mañana. El hambre y la sed aparecieron, solo tenía unos billetes que no sabía usar que se los dieron en la institución al dejarla diciendo algo de ayuda social necesidades y cosas que no entendió.

No podía quedarse mucho tiempo ahí, entonces estiró sus piernas, tomó el bolso y retomó la caminata con la caja bajo el brazo.

Capítulo XV

Algunos coches lo cruzaron por la ruta, él tenía la certeza qué no había sido muy largo el camino desde la casa de Olga hacia el instituto, pero podía estar confundido, para un chico el tiempo pasa de otra manera.

Una camioneta con dos personas detuvo la marcha y ofreció alcanzarlo unos kilómetros, eran una pareja adulta, él dudó unos segundos, pero la sonrisa simple de la mujer le dio la confianza para aceptar y tirando el bolso en la caja trepó él también y se sentó. De golpe esa ruta rodeada de nada fue  teniendo algunas casas en su orilla y cada vez era menos la distancia entre las construcciones. Frente a un enorme galpón, la camioneta giró desviándose a una angosta calle de tierra, se detuvo. El hombre por la ventanilla le dijo que hasta ahí podían acercarlo. Juan bajó y como un acto reflejo buscó un dibujo en la caja y se lo mostró, con algunas preguntas y sorprendido por la actitud aniñada del joven le explicó que a pocos kilómetros siguiendo la ruta estaba la entrada a la ciudad, que era una ciudad pequeña y qué siguiera preguntando para 

Silvia Moscatel

poder llegar. El muchacho escuchaba sin poder quitar la vista de las manos de la mujer qué sostenían un paquete de galletitas. La insistente mirada hizo que la mujer notara el hambre en el rostro del joven y sin pensarlo estiró su brazo ofreciéndoselas. Juan dudó apenas en tomarlas y casi con desesperación las fue metiendo en su boca. Cuando pudo hablar, se acercó a la señora y le agradeció, recordó el montoncito de billetes y le ofreció a la mujer, él recordaba que su mamá pagaba siempre y aunque no sabía bien el valor de los billetes hizo lo que ella hubiera hecho. La mujer le agradeció, pero no aceptó el dinero y tratando de explicarle para qué le serviría, sacó de una bolsa un paquete de galletitas sin abrir y se lo dio. Sonriente él extendió su mano ofreciéndole el dibujo que había mostrado al hombre y ella aceptándolo le devolvió la sonrisa y lo felicitó por lo bien realizado, sintiendo que el calor subía  por su cara se alejó del vehículo para que pudiera seguir viaje y él retomó su camino.

Como le había dicho esa buena gente, a pocos kilómetros de andar apareció cruzando la ruta un arco de cemento blanco con dos columnas de ladrillos y una serie de letras en un color verde intenso pintadas  dentro del mismo.

Parado frente a éste, trató de descifrar la palabra escrita en letras de imprenta mayúscula, esa fue la que aprendió y también fue la que poco se preocupó durante su estadía en el instituto de practicar, por eso le costó poder llegar a leer y tampoco estaba seguro que lo estuviera haciendo bien.

Con la precaución inculcada por su mamá, se tomó el tiempo para cruzar la ruta. Ya bajo el arco, preguntó a un muchacho en bicicleta qué ciudad era, el muchacho lo miro extrañado y luego le dijo…la cara de asombro de Juan extrañó más al chico.

Ansioso, emocionado aceleró la marcha, recorrió unas calles buscando algo que terminara de confirmarle que ese era El Lugar, pero nada parecía cumplir con su deseo. Se detuvo en una esquina, vio una despensa, entró y pidió pan, ofreció su dinero, le aceptaron un billete, él aprovechó y perdiendo un poco la timidez sacó otro dibujo preguntando si conocían el lugar. Un anciano le explicó cómo llegar a la plaza y para donde ir. Juan salió muy rápido dejando el dibujo en manos del anciano. 

Caminó observando atentamente todo lo que podía y tratando de no olvidar las indicaciones.

La plaza, su plaza, una plaza algo distinta. Era a donde venía con su mamá, pero la veía rara, los árboles más crecidos, los bancos eran otros, las luces, pero seguía teniendo los mismos caminos con baldosas rojas y el mástil altísimo en el centro. Llegó a parecerle más chica. La cruzó lentamente, como en una procesión y se sintió extraño. Las calles que faltaban para llegar al lugar por el que había preguntado las transitó a paso seguro pero con las piernas temblando por la ansiedad. En una esquina se detuvo y sintió que el corazón desbordaba su pecho, justo frente a sus ojos el pequeño kiosco a donde corría cada sábado en busca de su paquete de figuritas, estaba esperándolo, aunque de kiosco solo quedaba la publicidad oxidada de una gaseosa, a Juan le alcanzó para entender que era ahí y eso sólo le importó. Dobló hacia la izquierda y desde esa distancia lo primero que recibieron sus ojos fue la casa de Olga…dudó pero pudo más el deseo de llegar, a medida que se acercaba, nervioso, intentaba recordar detalles de la casa: el color de sus ventanas, la reja del frente, las paredes. Todo estaba feo, las ventanas cerradas y aseguradas con cadenas, las paredes sucias y nada más. Cerrada y vacía.

Se quedó frente a ella, indeciso, inseguro, preguntas como luces de navidad se prendían en su mente, no podía entender. Igual, fue animándose y ayudado por la curiosidad se animó a pasar la reja del frente. El yuyal estaba invadiendo los canteros, éstos sólo tenían plantas secas, papeles amontonados contra la puerta y guirnaldas de telarañas cruzaban las ventanas.

Nadie, sólo abandono y silencio…Olga no vivía más en ese lugar, no supo por qué o sí lo sabía, una tristeza y unas ganas de llorar se apoderaron de él. Con cada sollozo iba bajando su espalda por la pared hasta caer sentado al suelo y ahí, con su bolso y su caja rompió en llanto. El tiempo que estuvo ahí, pudo haber sido mucho o sólo un instante, algo dentro de él lo sobresaltó, una idea tomó forma en su cabeza, estaba su casa, sí, ahí no más, sólo tenía que pararse, cruzar la calle, dar apenas unos pasos y llegaría. Se paró como si un rayo recorriera su espalda, secó las lágrimas y limpió sus mocos con la manga del abrigo, al hacer esto no pudo evitar recordar la cara de enojo de su mamá mirando lo que había hecho, pero en lugar de preocuparse, una sonrisa pícara apareció, ella iba a estar feliz de verlo…

Capítulo XVI

Corrió como nunca lo había hecho, corrió sin pensar lo que hacía, corrió con la emoción en su garganta y de golpe se detuvo. Frente a él estaba Su Casa, al fin había logrado llegar, ahora todo volvería a ser como antes, su mamá entendería, volvería a la escuela, saldrían a pasear y nada volvería a separarlos.

Con todo eso, sus ojos brillaron enceguecidos y por eso le costó ver lo que en realidad tenía delante de sí. Su casa, la que su mamá cuidaba con tanto amor, la que él había aprendido a dibujar a la perfección cuidando no olvidar un solo detalle se había convertido en restos de paredes sin ventanas, sucias cubiertas de malezas, sólo el techo parecía sano. Ya no había jardín, ya no había color, ni alegría,  ni ropa colgada jugando con el viento, sólo el viejo sauce ahora triste sostenía en su rama los restos de una soga deshilachada en donde antes estuvo colgada su hamaca. Se acercó hasta él y tomando entre sus manos la soga intentó mecerse mientras se veía con sus piernas extendidas, fuertemente agarrado, sentado en la madera mientras volaba intentando tocar la luna como lo hacía en las noches de verano.

Se vio parado en ese lugar, caminó por entre los yuyos y atravesó la abertura ahora sin puerta.

Lo que encontró fue desolador, pedazos de  muebles, mugre por todos lados, las paredes pintadas con cualquier cosa y nada más. Se sintió desesperado, por qué estaba todo así, qué había pasado, no podía entender y la desesperación volvió a roer su pequeña mente, giró sobre sí mismo una y otra vez, miraba intentando descubrir algo, una señal, un milagro, pero fue inútil. Mareado se dejó caer al piso, con las piernas encogidas y abrazándolas se balanceaba en un ritmo que fue encontrando el lento compás del cansancio. Se detuvo, levantó la vista y ahí, en esa pared la vio, una marca que casi se iba perdiendo, un rectángulo más claro apareció ante sus ojos y en el borde superior un clavo oxidado. Se levantó, fue hacia allí y se detuvo como un niño en la vidriera de una juguetería. Apenas estiró la mano la tocó y le costó hacerse a la idea que la última vez que quiso hacerlo, tuvo que pararse en una silla para poder alcanzar a tocar la foto de un Sandro joven, sonriente y guiñando un ojo con picardía.   En ese contacto se mantuvo buscando encontrar una idea de qué hacer, mirando fijo la vacía pared hasta que sintió que sus piernas flaqueaban, se alejó un poco, recordó que había dejado sus cosas afuera y fue a buscarlas. Estaba oscureciendo y se sintió sólo y temeroso. Buscó un rincón y ahí con sus cosas buscó el sueño…

Antes de entrar en la vigilia del sueño, recordó las galletitas que le regalaron y como lo que era realmente, un niño, las devoró con picardía como quien comete una travesura, una canilla afuera le permitió saciar la sed y luego de eso intentó dormir.

Su sueño fue una mezcla de cielo e infierno, por momentos el horror de la soledad volvía en imágenes negras y en otros una sonrisa casi imperceptible avisaba que su mamá besaba su frente.

El frío lo despertó, una necesidad imperiosa de ir al baño lo llevó hasta donde antes hubo uno, el de su casa pero sólo encontró restos de sanitarios arrancados, igual se las arregló para satisfacer su necesidad todavía atontado por el sueño. Sin saber qué hacer, sin saber a dónde ir recorrió el plano que en su cabeza guardaba del lugar. Nada lo acercaba a la idea que durante tanto tiempo lo acompañó, parecía qué a propósito todo fuera una conspiración para no  seguir intentando sólo intentando hacer realidad lo que él quería tanto. 

 El viento acercó a sus pies un papel arrugado y roto, se agachó a levantarlo y cuando lo abrió, un dibujo conocido por él apareció. Uno de los tantos qué día tras día fue dejando para qué aguardaran el regreso de su mamá. Lo estrujó hasta el cansancio, lo apretó contra su pecho y lo humedeció con lágrimas. De repente su imagen fue cambiando, una lucecita apareció desde el fondo de sus pupilas, su cuerpo cobró fuerza nuevamente y buscando su bolso y su caja salió presuroso. En el camino que inició, un joven reprochaba a un niño y un niño alentaba a un joven a ir hacia el lugar. Sí, el lugar donde el misterio tendría fin, donde todo volvería a empezar, el lugar del que nunca debería haberse ido…el supermercado. 

En el trayecto se chocó con una mujer qué superada la sorpresa se quedó mirándolo como si pudiera reconocerlo, como si supiera quien era ese joven distraído que la chocó en la vereda. Juan no hizo caso, pasó sin verla y ni siquiera dijo una palabra de disculpa, no podía perder más tiempo, nada podía detenerlo, estaba yendo hacia el lugar, nada podía impedir que eso pasara, ya había esperado mucho, demasiado. Y así siguió, casi sin respirar, con el corazón repiqueteando en su garganta. A medida que se acercaba a esa esquina cómplice de los encuentros con Ella a la salida de la escuela, testigo del abrazo diario fue haciendo más lento el andar. La inseguridad de que ya no estuviera ahí lo paralizó y necesitó hacer un gran esfuerzo por volver a caminar.

Las ganas pudieron vencer a las dudas y se fue acercando. El supermercado seguía en el mismo lugar y estaba abierto…su aspecto algo distinto, los colores no eran los mismos, pero la fila de carritos contra la vidriera y el bicicletero seguía ahí. Nadie lo detuvo al ingresar, alguien le dijo un neutro “buen día”, él comenzó a transitar el circuito de las góndolas, pero ahí encontró que nada estaba como intentó recordarlo en este tiempo. Las cosas estaban ubicadas de otra forma, se desorientó, chocó a una jovencita que lo miró molesta, caminó por ahí adentro ya sin saber hacia dónde ir. Los que vieron al joven en esa actitud extraña alertaron a la vigilancia, se acercaron y le pidieron su documento, no entendió, quiso seguir buscando lo que quería encontrar, pero no lo dejaron y entre empujones y algunos gritos lograron llevarlo a la vereda.

El cajero, un hombre adulto, al oír y ver lo que pasaba se quedó sorprendido, ese muchacho…negando con la cabeza siguió con su trabajo aunque no pudo quitar de su mente una extraña idea.

Juan, empujado a la vereda gritaba y quería volver al lugar, alguien le arrojó su bolso y la caja, pero ésta al chocar contra el piso se abrió y los dibujos salieron como palomas de la galera de un mago para terminar alfombrando la vereda. La desesperación del joven lo puso violento y para calmarlo, junto con sus cosas fue expulsado a la vereda de enfrente. Como pudo juntó las cosas, unos dibujos cayeron contra el cordón y se mojaron con el agua estacionada ahí, igual los agarro y como sábanas los extendió sobre el piso para secarlos mientras desilusionado miraba a los hombres que ahora parados junto a la puerta no le quitaban la mirada.

Se sentó en la vereda y ahí volvió a quedarse esperando sin saber qué hacer, sin poder hacer nada, el miedo había coartado su ilusión. 

En intentos posteriores una sola vez, sólo esa vez llegó a la góndola de las galletitas y frente a ellas vio las mermeladas. No podía creer estar en ese pequeño lugar sintiendo que estaba en la cima de una montaña. Justo cuando estaba por agarrar el paquete de galletitas tan querido por él, un ruido a ruedas bamboleantes comenzó a acercarse, se detuvo, sin respirar deseoso que apareciera empujando el carro su mama. Una joven madre, de pelo oscuro y sonrisa pícara dobló junto a la góndola ayudada por su hijo con guardapolvo blanco a empujar el carro. Todo se nubló de golpe, un grito desgarrador hirió su garganta y de un manotazo arrojó por el aire una pila de paquetes de galletitas que  se cruzaron entre ese carro y él. El niño asustado se abrazó a su madre, dejando todo ahí, ella lo tomó en sus brazos y volvió tras sus pasos asustada buscando la salida.

Ciego buscó desesperadamente un frasco de mermelada, sus manos no pudieron sostenerlo y terminó rompiéndose en el piso sembrando estrellas de vidrio en un  cielo ámbar y  ahí se dejó caer de rodillas y ahí se quedó.

Capítulo XVII

Una mano tocó torpemente su cabeza, el dejó que lo hiciera ya vencido, ya agotado, ya sin ganas y fue poco a poco calmándose. Se dejó llevar tomado por los hombros por un hombre que no permitió que la vigilancia lo volviera a sacar ó llamara a la policía.

Lo llevó hasta el depósito, le ofreció agua y una silla sin dejar de observarlo insistentemente. Algo llamaba la atención de ese muchacho, la sorpresa cuando la imagen repetida años atrás se reprodujo frente a él lo dejó sin palabras. Sólo buscó abrazarlo y Juan dejó que así fuera. Aceptó sentirse cuidado, aceptó salir del lugar sin problemas y cruzó la calle hasta donde todavía tenía alguna de sus cosas.

Los pocos dibujos se estaban desdibujando y con los últimos lápices que tenía comenzó a dibujar y lo hizo incansablemente hasta bajo la pobre luz del foco de la esquina.

Cuando escuchó que la cortina metálica del supermercado cerraba se detuvo a mirar. De golpe alguien apareció frente a él, no supo quien era exactamente pero la sensación de conocerlo lo tranquilizó. Era el cajero quien con la sorpresa todavía marcada en su cara y una bolsa en la mano se agachó a su lado. Este cajero era el joven repositor que había participado en varias oportunidades del juego de las compras que hacía con su mamá. El fue quien un día le dio sin atreverse a mirarlo a los ojos la mermelada y las galletitas y era él quien hombre adulto ya, le ofrecía nuevamente dentro de esa bolsa lo mismo.

Juan lo aceptó tímidamente y con una sonrisa triste sacó su añorado tesoro de la bolsa. El cajero lo dejó así, comiendo como si fuera la primera vez y con un nudo en la garganta comenzó a caminar hacia su casa.

Su lugar sin darse cuenta fue esa esquina, allí se quedó, de ahí no volvió a moverse, los vecinos se acostumbraron a su presencia callejera, se solidarizaron y le dieron comida y abrigo.

A veces hacía largas caminatas llevando siempre sus pocas cosas por las calles de la ciudad, se detenía en la plaza, llegaba hasta el kiosco que ya no lo era, esperaba la salida de los chicos de la escuela desde la vereda de en frente y después volvía.

El cajero cruzaba a saludarlo todos los días y con esa excusa le dejaba algo que pudiera mejorar un poco a penas su existencia. En uno de esos saludos vio que estaba intentando dibujar con un lápiz del tamaño de un filtro de cigarrillo sobre un pedazo de cartón. Al día siguiente le llevó hojas y lápices y el niño podría decirse que fue un minuto feliz.

Así dibujaba todos los días, así alguien siempre se detenía unos minutos para mirar sus obras, alguien le ofreció comida por uno de esos dibujos y él aceptó el trueque.

Otros más por no ser menos, por ser también solidarios, por curiosidad comenzaron a acercarse y dejando algo de dinero se llevaban uno de sus dibujos.

La mayoría mostraban una mujer joven con ojos intensamente negros como su pelo, con una blusa floreada, sonriendo a un niño muy parecido a ella con la felicidad soltando mariposas a su alrededor, otras sólo un ramo de flores secas apoyado en una cruz de madera.

Hablaba muy poco, casi no miraba a nadie.

Si por casualidad el viento traía a sus oídos alguna música parecía que le hiciera cosquillas  haciéndolo sonreír.  

Algunos que recordaban su triste historia lo miraban con ternura, otros se acercaban por curiosidad. Un día un muchacho intercambió un dibujo donde se veía un frasco de mermelada y un paquete de galletitas sostenidos por unas manos firmes y jóvenes y cuando contó a sus amigos dónde lo había conseguido sin pensarlo y con la naturalidad pintada en sus palabras dijo qué “el pibe que dibuja, el dibujante de la calle” lo había hecho.

Juan “el dibujante” estaba en casa, tenía lo poco que necesitaba, hacía lo mucho que le gustaba Estaba donde quería estar y tenía todo el tiempo para seguir ahí esperando, porque sabe que algún día, en algún momento ELLA saldrá de ahí para encontrarse con él.   


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Comentarios

user

Anonimo:

Simple, conmovedora, atrapante

Hace 8 días
user

Anonimo:

SUTILMENTE EXQUISITO...!

Hace 15 días

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