Ceniza de acero

#acciÓn, #ciencia ficciÓn, #romance

SINOPSIS:

Tras perder a su familia y su brazo en la Tercera Guerra Mundial, Rivska sobrevive oculta entre ruinas y máquinas asesinas. Pero su encuentro con Aidan —un médico con un pasado oscuro— cambia su rumbo. Juntos descubren que el verdadero enemigo no ha sido derrotado, solo ha cambiado de forma. Y cuando el amor nace entre cenizas, también lo hace la decisión más difícil: salvar lo que queda… o dejarlo arder.

Capítulo 1 — Escoria sobreviviente 

Cuando abrió los ojos, no supo si era de noche o si simplemente no había electricidad. Todo a su alrededor era gris. Gris el techo, gris el suelo, gris el aire denso que le arañaba la garganta al respirar. Un zumbido leve, casi imperceptible, venía desde algún rincón metálico. Olía a cable quemado, alcohol barato y sangre seca.

Tardó un momento en entender que estaba viva.

Intentó moverse, pero su cuerpo no respondió como esperaba. Apenas un cosquilleo en las piernas, un ardor agudo en el costado, un vacío… El brazo. Giró la cabeza lentamente, con el cuello rígido como si se le hubiera oxidado, y entonces lo vio: su lado derecho terminaba en un vendaje oscuro que parecía hecho con tela de cortina y cinta adhesiva industrial.

Sintió un vértigo instantáneo, como si el mundo se ladease. El corazón empezó a golpearle el pecho con fuerza, y el miedo subió como una corriente helada desde el estómago.

—No te muevas —dijo una voz grave, detrás de ella, sin urgencia pero con firmeza.

Se giró con torpeza. La luz era escasa, pero bastaba para distinguirlo. Estaba sentado sobre una silla de metal, las piernas separadas, los codos sobre las rodillas, las manos unidas como si estuviera esperando que terminara una cirugía silenciosa. Alto, de hombros anchos, barba de varios días, y una cicatriz que atravesaba su rostro desde la sien hasta la mandíbula, recta, antigua y sin remordimientos.

—Te encontré hace cinco días —añadió—. Te desangrabas en medio de la vía este. No tenías nada encima, ni documentos, ni identificación. Solo un cuchillo roto y un nombre bordado en la ropa: “Rivska”. Supuse que eras tú.

Ella lo miró sin responder. La lengua le pesaba. El calor subía y bajaba por su cuerpo en oleadas como si algo en su interior ardiera de forma intermitente. Tenía fiebre.

El hombre se levantó con un movimiento pausado y se acercó. Caminaba como alguien que carga muchas cosas encima aunque no lleve nada visible. En las manos traía una botella de agua. El envase era de vidrio, con el logo despintado de algún laboratorio farmacéutico del pasado.

—Bebe un poco. No has tomado nada en casi dos días. Pensé que no ibas a despertar.

Ella entrecerró los ojos, la mirada clavada en el rostro ajado del desconocido, buscando señales. ¿Mentía? ¿Estaba jugando con ella? ¿Había sido él quien le había cortado el brazo?

—¿Qué me hiciste? —preguntó al fin, con voz ronca y rota.

—Te salvé la vida. Te saqué una parte que ya estaba podrida antes de que se pudriera el resto. No tengo quirófano ni asistente, así que fue sucio, sí. Pero sigues respirando, ¿no?

Le alcanzó el agua. Ella no se movió. Él la dejó sobre la mesa, a un metro de distancia, y volvió a sentarse.

El silencio se alargó varios minutos. Ella lo usó para observar. El lugar era una mezcla entre búnker, taller y depósito. Había paneles solares partidos, pantallas rotas, tubos de energía que colgaban del techo con bridas plásticas. Una esquina estaba dedicada por completo a herramientas. Otra, a piezas metálicas. En una tercera, se acumulaban partes de drones y soldados robóticos desarmados.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar, esta vez con menos fuerza.

—Aidan.

—¿Qué eres? ¿Ingeniero?

—Médico de guerra. Y reciclador. Armo cosas. Reparo otras. Depende del día.

A Rivska no le interesaban los detalles. Sentía que su cabeza aún estaba sumida en el barro. El dolor la desgastaba. Se recostó sin cerrar los ojos. La fiebre la envolvía como un líquido caliente e inmóvil.

—No te esfuerces. Vas a estar así un par de días más. Tu cuerpo necesita estabilizarse. El corte fue profundo, y perdiste sangre. Te mantuve viva con suero básico y antibióticos viejos. No tengo nada más.

Ella giró el rostro hacia el lado opuesto. No lloraba. Pero su mandíbula estaba tensa, y los dientes apretados con rabia muda.

—¿Por qué me salvaste?

Aidan no respondió. Se limitó a alzar un trapo y limpiar la mesa de trabajo. La pregunta flotó entre ellos como una hoja sin viento.


La fiebre la derribó esa noche.
Rivska temblaba sobre el catre, envuelta en dos mantas recicladas, con el cuerpo convulsionando por dentro. Murmuraba palabras sin sentido. Algunos nombres, algunas órdenes, imágenes de fuego, alarmas, luces rojas. Aidan se sentó a su lado, le cambió el vendaje, le dio otra dosis, y esperó. No le hablaba. No la consolaba. Solo estaba allí. Vigilante.

La fiebre duró tres días.

Cuando volvió a estar lúcida, ya no le importaba si estaba muerta. Solo sentía un cansancio profundo, como si le hubieran arrancado algo más que un brazo.


El octavo día, se sentó por primera vez sin ayuda. Le costó, pero lo hizo. Aidan la observó desde su banco, sin acercarse. Ella caminó despacio hasta la mesa de trabajo. Allí, sobre una bandeja de acero, descansaba una prótesis. Un brazo de metal oscuro, sin pintura, con cables internos protegidos por una malla de polímero flexible. No era bonito. Tampoco discreto. Era funcional. Crudo. Un brazo de guerra.

—¿Qué es eso? —preguntó ella, aunque ya lo sabía.

—Lo empecé mientras dormías. Tiene sensores hápticos y respuesta motriz básica. Se conecta a tu sistema nervioso por los electrodos que ya te instalé en el muñón.

Ella alzó la vista.

—No lo quiero.

Aidan se encogió de hombros, sin insistir.

—No es obligatorio. Pero te aviso: con una sola mano no vas a durar ni dos días ahí afuera. Esto no es una ciudad. Es un cementerio con vigilancia.

Ella volvió a mirar el brazo. No era miedo lo que sentía. Era rechazo. No quería que nada de ella fuera reemplazado. Ni siquiera por algo útil. Era como aceptar que todo lo que había sido se había ido para siempre.

Esa noche no durmió. Observó su cuerpo, su cicatriz reciente, el búnker. Aidan dormitaba en una silla, con el rostro vuelto hacia la pared. No hablaba de más. No preguntaba. Pero tampoco parecía indiferente.

—¿Tú también perdiste algo? —preguntó en voz baja, como si hablara al techo.

Él no abrió los ojos. Tardó un momento en responder.

—Mi esposa.

Un silencio denso ocupó el aire.

—Zona residencial. Primer ataque. No quedó nada.

Rivska tragó saliva. Ella había estado en otra ciudad ese día, pero la noticia del bombardeo había sido clara. Alta densidad. Ataque selectivo. Objetivos civiles. Una masacre disfrazada de estrategia.

—Mis padres murieron en ese mismo bombardeo —dijo ella, por primera vez.

Aidan asintió, aún con los ojos cerrados.

No volvieron a hablar esa noche. Pero algo se corrió dentro de ella. No era confianza. Era otra cosa. Una especie de tregua silenciosa.


Al día siguiente, se levantó, caminó hasta la mesa, y tomó el brazo de acero con su única mano. Era pesado. Notó el equilibrio, la forma. Lo alzó. Lo giró.

—Instálamelo —dijo sin mirarlo.

Aidan se incorporó, se acercó y la observó unos segundos. Luego asintió.

—Necesito una hora para preparar el implante.

—Hazlo ahora —respondió Rivska—. Estoy lista.

Él no discutió.

Capítulo 2 — Carne y acero

El quirófano improvisado no tenía luz blanca ni paredes estériles.
Tenía un generador que zumbaba como si estuviera muriendo, dos lámparas colgando de ganchos oxidados y una mesa metálica cubierta por mantas dobladas. Aidan le había pedido que no comiera nada en doce horas. No era necesario, pero prefería prevenir. La prótesis estaba lista. El cuerpo de Rivska, apenas.

—No tengo anestesia real —advirtió, colocando las herramientas sobre una bandeja ruidosa—. Solo inhibidores nerviosos viejos. La mayoría están vencidos.

Ella se sentó sobre la mesa, en silencio. El vendaje de su muñón estaba limpio, la cicatriz firme, rosada. Cerró los ojos un momento. Inspiró.

—Hazlo —dijo sin temblar.

Aidan no la miró directamente. Se puso los guantes de polímero, revisó los electrodos del implante base y conectó el núcleo del brazo. El click fue seco, quirúrgico. Los sensores internos se encendieron con un leve parpadeo azulado. Luego vino la corriente: un pulso eléctrico que recorrió los nervios de Rivska desde el hombro hasta el estómago. Gritó. No un grito de miedo. Era más bien un rugido contenido, como si su cuerpo la estuviera rechazando a sí misma.

La conexión se hizo.
El brazo colgó inerte durante unos segundos, y luego los dedos comenzaron a moverse por reflejo, como si despertaran después de una pesadilla demasiado larga.

—Vas a sentir presión. Ardor en los tendones. Cosquilleo en la nuca. Todo es normal —explicó Aidan, ajustando la fijación—. Pero no lo fuerces. Todavía no estás lista para levantar peso.

Ella no respondió. Miraba su nuevo brazo con una mezcla de rabia y extrañeza. No era parte de ella, todavía. Pero tampoco era un objeto externo. Era… algo en medio.


Los días siguientes fueron lentos.
El cuerpo se negaba a adaptarse. A veces el brazo se trababa. Otras veces, se movía solo. Cada mañana, Aidan la ayudaba a vendarse el hombro, a vestirse con una chaqueta sin manga derecha, adaptada para no presionar el conector.

Comía despacio. Él solía preparar algo parecido a sopa, aunque el sabor recordaba más al aceite. Se sentaban frente al fuego, uno a cada lado, en silencio. No necesitaban hablar. Pero a veces lo hacían.

—¿Cómo murió ella? —preguntó Rivska una tarde, mientras el vapor del hervidor empañaba los vidrios sucios de la escotilla.

Aidan no levantó la mirada.

—Había salido a comprar pastillas para dormir. Yo estaba en casa. No escuché la alarma a tiempo.

Silencio.

—No te culpes —dijo Rivska.
Él la miró por primera vez. Sus ojos eran claros, cansados, como agua quieta después de una tormenta.

—No lo hago —respondió—. Pero tampoco lo olvido.


La rehabilitación se convirtió en entrenamiento.
Primero, solo movimientos. Abrir y cerrar la mano. Girar la muñeca. Cargar objetos livianos. Luego vino la resistencia: empujar, levantar, correr.

Aidan tenía una pistola vieja que había modificado con sensores térmicos. Se la enseñó a usar en el subsuelo, apuntando a maniquíes hechos con restos de ropa y escombros. Rivska no era buena al principio. El brazo le temblaba, se le escapaban los tiros. Pero no se quejaba. Solo disparaba, limpiaba el sudor y volvía a intentarlo.

Una noche, mientras entrenaban cuerpo a cuerpo sobre un suelo de alfombra rota y paneles desvencijados, Rivska logró tirarlo al piso por primera vez. Él cayó de espaldas, con un sonido seco, y sonrió. La cicatriz en su rostro se movió ligeramente, como si estuviera volviendo a vivir.

—¿Eso fue un cumplido? —preguntó ella, sin aliento.

—No, fue una advertencia.

Se rieron. Un segundo. Apenas.


La escasez llegó antes de lo previsto.
La batería de emergencia había comenzado a fallar. No quedaba más que un paquete de raciones deshidratadas. Aidan decidió que era momento de salir. Rivska lo siguió sin preguntar.

Cruzaron los túneles viejos hasta llegar al nivel cero. Las puertas oxidadas se abrían con esfuerzo. El mundo afuera era un cascarón. Calles partidas, edificios como esqueletos, autos fusionados con el pavimento, pantallas publicitarias muertas colgando como cadáveres.

Ambos llevaban mochilas pequeñas. Pistolas al cinturón. Rivska, además, llevaba una daga en la bota y un comunicador que Aidan había rescatado de un dron.

—¿Cómo sabremos si hay comida? —preguntó ella, mientras avanzaban entre los restos de un supermercado destruido.

—No lo sabremos. Pero si hay cuerpos, hay algo más cerca.

—¿Y si hay robots?

—Los oiremos primero. No son sutiles.

Caminaban como soldados. En silencio. Coordinados. Como si llevaran años juntos. En un edificio abandonado, encontraron restos de lo que alguna vez fue una comunidad de paso. Latas, mantas, una antena, un generador portátil. Alguien había vivido allí. Pero no estaban solos.

Desde el pasillo llegó un ruido metálico, como cuchillas contra concreto. Ambos se giraron al mismo tiempo, las armas en alto. Pero no era un robot.

Una mujer apareció desde la sombra. Rostro cubierto. Un arma larga al hombro. Detrás de ella, tres personas más: dos hombres y una joven. Todos armados, todos sucios, todos con mirada de cazador.

—Bajen las armas —dijo la mujer—. No somos de la red Omega.

Aidan no se movió.

—¿Y entonces qué son?

—Lo mismo que ustedes. Restos.

Hubo un largo segundo de duda. Luego, Rivska bajó su pistola, lentamente. Aidan la imitó, sin perder tensión.

—¿Tienen comida? —preguntó ella, sin rodeos.

—Tenemos. Pero no la regalamos.

—Tampoco venimos a robar.

La mujer observó a Rivska con atención. Luego sus ojos bajaron al brazo metálico. Parpadeó.

—¿Eso lo hiciste tú? —le preguntó a Aidan.

Él asintió una sola vez.

—Entonces puedes quedarte. Por hoy.

La puerta del refugio se abrió. El olor a polvo y sudor era denso. Pero había fuego. Y voces. Y más armas.

Por primera vez en mucho tiempo, no estaban solos.

Capítulo 3 — Hierro y fuego

La noche en el refugio era densa y tensa.
Las paredes improvisadas, hechas con planchas de metal y restos de puertas, dejaban filtrar el viento helado del exterior. Un tambor oxidado funcionaba como fogón central. Alrededor, seis personas comían en silencio, salvo por el ocasional crujido de envoltorios o el goteo de alguna fuga en el techo.

Rivska dormía sentada, el brazo mecánico descansando sobre su regazo. Sus ojos se movían detrás de los párpados, atrapados en un sueño febril. Aidan no dormía. Mantenía la vista fija en la entrada, donde dos miembros del grupo montaban guardia con rifles obsoletos pero funcionales.

—No te relajes mucho —susurró uno de ellos, un joven con tatuajes en el cuello—. Si se mueve mal esa cosa que le instalaste, la echamos.

Aidan no respondió. Se limitó a observar las luces parpadeantes del generador portátil, midiendo mentalmente cuánta energía quedaba.

A las tres de la madrugada, el aire cambió.
Fue un crujido. Apenas un chasquido metálico. Pero bastó. Aidan se puso de pie en el mismo segundo en que el primer disparo reventó una de las paredes. La explosión hizo temblar el suelo. Trozos de metal volaron en todas direcciones. Alguien gritó. Otro disparo. Gritos. Las luces se apagaron.

—¡Drones de asalto! —gritó la mujer líder del grupo—. ¡¡A posiciones!!

Rivska despertó al impacto. El brazo mecánico reaccionó más rápido que ella. Aidan la empujó hacia una de las esquinas mientras disparaba hacia la abertura recién hecha. Afuera, el cielo estaba iluminado por ojos rojos, láseres buscando blancos humanos, zumbidos eléctricos.

—Toma —le gritó Aidan, lanzándole una segunda pistola—. ¿Estás lista?

—Estoy viva —respondió ella, apoyándose contra el muro—. Eso basta.

Disparó.

Uno de los drones descendió. Rivska apuntó al núcleo. Falló el primero. Aidan tomó posición junto a ella, cubriéndola, calculando con frialdad. Disparó directo al sensor y el dron cayó como un insecto de metal, humeando.

El grupo comenzó a moverse. Los dos jóvenes tatuados cubrieron la salida trasera. La mujer gritó órdenes con la seguridad de quien ha perdido amigos y aún así sigue mandando. Una granada improvisada explotó cerca del acceso principal. Los drones seguían llegando.

—¡Van por ti! —gritó uno de los hombres, señalando a Rivska—. ¡Ese brazo tiene trazador! ¡Lo están rastreando!

Todos se giraron hacia ella.
Por un segundo, pareció que la iban a echar ahí mismo. Aidan se interpuso.

—¡Es falso! ¡Yo los rastreé! ¡Estos son de la red! ¡Nos siguen a todos!

—¡Mientes! —gritó uno de ellos—. ¡Es por ella!

Un segundo más y habrían girado las armas. Pero no les dio tiempo. Otro dron descendió, más grande, con patas retráctiles y un cañón giratorio. Disparó hacia la barricada interior. La metralla voló en todas direcciones.

Una astilla caliente rozó el cuello de Rivska. Ella cayó. El brazo quedó debajo de una lámina.

Aidan gritó su nombre.
Corrió. Disparó a ciegas. Alcanzó a empujar el dron contra una viga de soporte. Chispas. Gritos. Lo destruyó. Y luego se lanzó hacia ella.

—¡Rivska! ¡Rivska, mírame!

Ella tenía un corte en la frente. El brazo estaba dañado. El núcleo brillaba de forma errática.

—No lo desconectes… —murmuró.

—No lo haré —susurró él, sujetándola con ambos brazos.

La arrastró hasta una columna cubierta con mantas y metal. Le limpió el rostro con una tela. Sus ojos se enfocaron poco a poco. Había sangre en la comisura de sus labios.

—Duele… como el infierno.

—Eso significa que estás viva.

—¿Siempre tan optimista?

Él sonrió. No respondió.
El ruido de los drones comenzó a alejarse. Uno de los miembros del grupo había lanzado una bengala falsificada hacia el este. El resto se replegó. Se escucharon disparos lejanos. Luego, solo el silencio. Uno real. El que deja la muerte o la supervivencia.


Horas después, el grupo entero se reunía frente al tambor metálico. La mujer líder se acercó a Aidan y Rivska. Observó el brazo dañado, el rostro vendado de ella, los ojos agotados de él.

—No lo entendí antes —dijo la mujer, sin suavidad—. Pero ustedes saben pelear. No solo eso. Saben sobrevivir. Si eso los hace de los nuestros… entonces supongo que sí.

Aidan no dijo nada. Rivska, sentada con una manta sobre los hombros, levantó la vista.

—No somos de nadie —dijo—. Pero peleamos como si lo fuéramos.

La mujer asintió. No sonrió. Pero algo cambió.

—Descansen —ordenó—. Mañana nos movemos. Todos.

Rivska y Aidan se quedaron sentados un rato más. Él sacó una pequeña herramienta y comenzó a reparar la placa externa del brazo.

—No pensaba morir por ti, ¿sabes? —dijo ella, mirándolo de reojo.

—Tampoco pensaba vivir por ti —respondió él—. Pero aquí estamos.

El fuego crepitó entre ellos.
Y por primera vez, el silencio no pesaba.

Capítulo 5 — Ecos del subsuelo

Bajaron sin hablar.
El eco de las botas sobre el metal oxidado era lo único que llenaba la oscuridad. La escotilla del Sigma-12 había cedido tras décadas sellada, liberando un olor antiguo, a hierro dormido, a aislamiento. El generador portátil que llevaban proyectaba una luz amarilla, temblorosa, que rebotaba contra las paredes inclinadas del pasillo.

Rivska descendía en silencio, el brazo mecánico brillando con intermitencias, adaptándose a la humedad del ambiente. Cada paso resonaba con una gravedad que iba más allá del sonido. Sabía que estaban entrando a un lugar diseñado para no ser encontrado.

El aire era espeso. El grupo se desplazaba como una sola forma, apretados, tensos. Aidan iba al frente, leyendo el panel holográfico del escáner portátil que él mismo había construido años atrás. La señal fluctuaba, pero marcaba vida. O algo parecido.

El primer nivel del Sigma-12 era un corredor técnico. Paneles arrancados, restos de robots desactivados y esqueletos mecánicos indicaban que otros habían intentado ingresar. Y que no lo habían logrado.

Siguieron avanzando.

En el segundo nivel, encontraron módulos de contención. Cámaras criogénicas, la mayoría vacías o rotas. Los tubos mostraban marcas de uñas, señales de haber sido ocupadas por seres humanos. Pero no todos habían salido por voluntad. Algunos cristales estaban rotos desde dentro, otros abiertos con cortes limpios, quirúrgicos.

Rivska no preguntó nada. Solo observaba.
En uno de los compartimentos, Aidan encontró una consola aún activa. El grupo se detuvo. La líder se aproximó mientras él conectaba el escáner. La pantalla parpadeó. Una voz automatizada comenzó a reproducirse en fragmentos, distorsionada por los años.

“–Unidad Sigma-12… fallas estructurales… protocolo de evacuación fallido… prueba de campo nivel cuatro… sujetos no compatibles…–”

La transmisión se cortó.

El grupo siguió descendiendo, ahora más lento. El silencio se volvió más denso, como si los muros lo absorbieran todo. Las linternas comenzaron a fallar. Algunos pasos se hacían más torpes. El miedo se pegaba a la piel.

En el último nivel, hallaron el núcleo.
Un salón hexagonal, donde el suelo aún vibraba con energía. Las paredes estaban cubiertas por pantallas muertas y contenedores sellados con símbolos del antiguo gobierno. En el centro, una cápsula vertical. Transparente. Aún activa. Dentro, un cuerpo.

No era humano.

La silueta parecía dormida. Tenía forma humana, pero los detalles eran demasiado simétricos. Cabello blanco artificial, piel sin poros. No respiraba, pero irradiaba calor. Los sensores marcaban actividad. Cerebral. Orgánica. Artificial.

Aidan no dijo nada.
Nadie se movió.

Pero Rivska sintió algo. Una presión en el pecho, como si el núcleo del brazo mecánico hubiera respondido al ente dormido. Como si se hubieran reconocido. Dio un paso hacia adelante.

Aidan la detuvo con una mano, pero ya era tarde.
Una luz roja se encendió sobre la cápsula. Un sistema de defensa se activó.
Una voz automática habló:

“–Unidad Clase Z está bajo resguardo. Requiere clave biométrica para ser liberada.–”

Todos retrocedieron. Pero Rivska no. Algo en su interior —instinto, memoria, o simplemente locura— la impulsaba a quedarse. Observó el rostro del ser artificial. No era masculino. Tampoco femenino. Era... neutral. Pero sus ojos comenzaron a abrirse.

Y entonces todo tembló.

Los sistemas se despertaron.
Pantallas muertas volvieron a encenderse. Alarmas que nadie entendía comenzaron a sonar en frecuencias agudas. El Sigma-12 no estaba vacío. Nunca lo había estado.

El grupo gritó. Algunos corrieron. Otros levantaron armas. Pero Rivska no se movió. Su brazo, por primera vez, emitió un zumbido constante, armónico.

Aidan la miró.
Sabía lo que vendría. Algo se había activado dentro de ella.
Y no había vuelta atrás.

Capítulo 6 — Fragmentos de código

La cápsula se abrió sin explosiones ni luces dramáticas.
Solo un siseo largo, como un suspiro contenido durante años.
La figura dentro no cayó, no se desplomó. Bajó un pie con control absoluto. Luego el otro. Movimientos suaves, diseñados. El cuerpo era humano en apariencia, pero algo en la forma de caminar lo traicionaba. Como si el suelo se adaptara a su paso.

Rivska no retrocedió. Su brazo zumbaba más fuerte. Ya no era un impulso mecánico. Era un llamado. Una respuesta.
El androide abrió los ojos. No eran blancos ni azules, sino de un gris que parecía absorber la luz.

Nadie entendía lo que estaba viendo.
Pero el miedo era universal.

Aidan alzó su arma sin apuntar. Solo la sostuvo.
La líder del grupo dio un paso atrás. Sus hombres ya estaban revisando salidas, pantallas, rutas. Los más jóvenes apenas respiraban.

El androide no habló. No atacó. Caminó hasta una de las consolas. Extendió la mano. La pantalla reaccionó de inmediato.
Una proyección se desplegó: no era un mapa, sino una serie de códigos, rostros, nombres, números. Entre ellos, Rivska. Una imagen de ella, antes de la guerra. Con ambos brazos.

Y junto a su nombre, un símbolo: Proyecto Arconte.

El silencio fue absoluto.

Rivska sintió cómo el frío del suelo subía por sus pies.
No entendía. No podía entenderlo.

Aidan se acercó, lento.

—Tú sabías —dijo ella. No fue una pregunta.

Él no respondió. Pero su rostro lo traicionó.
La mirada que evitó. El leve apretón de mandíbula. Lo sabía.

El androide giró el rostro hacia ella. No sonreía. No expresaba nada. Pero su voz emergió, limpia, sin género, sin emoción.

—Unidad Arconte detectada. Núcleo activo. Enlace compatible.

La proyección cambió. Aparecieron fragmentos de video. Imágenes de una sala médica. Una niña con cabello negro sentada en un sillón. Electroencefalogramas. Implantes. Y siempre, en segundo plano, la figura de un hombre con bata blanca: más joven, sin cicatrices.

Aidan.

Rivska no parpadeó. Todo se comprimió en un segundo.
Su brazo. Su fiebre. Sus sueños fragmentados.
No era solo una prótesis.

Era una llave.

El androide volvió a hablar:

—Protocolo de enlace disponible. Esperando autorización de núcleo.

Rivska no respondió. Su brazo vibraba con intensidad. No era dolor. Era una especie de reconocimiento.

Aidan intentó hablar. Pero lo detuvo el sonido de un arma cargándose.
Uno de los hombres del grupo lo apuntaba.

—¿Qué hiciste? —preguntó—. ¿Qué le pusiste?

Aidan alzó las manos. Su voz, grave, apenas audible.

—No era lo que querían. Lo que le pusieron… fue antes de que yo la encontrara. Yo solo activé lo que ya estaba ahí.

Nadie confiaba ya.
Rivska caminó hacia el androide. No tenía miedo. No sabía si eso era bueno o malo. Pero algo dentro de ella lo había sabido desde el principio.

—¿Qué soy? —susurró.

El androide inclinó la cabeza.

—Eres la última interfaz humana viable.
Una fusión incompleta. Pero suficiente.

La líder del grupo dio un paso adelante, alterada.

—¿Viable para qué?

—Para terminar la guerra.

El silencio volvió.
No era una respuesta. Era una sentencia.


Esa noche no durmieron.
El Sigma-12 había sido activado. El androide se mantenía inmóvil en la sala principal, sin interactuar más. Las pantallas seguían proyectando información cifrada. El grupo discutía en susurros. Algunos querían abandonar el lugar. Otros, seguir al androide. Pero nadie quería estar bajo el mismo techo que Aidan.

Rivska se sentó sola, el brazo apoyado sobre sus rodillas.
No confiaba en nadie. Ni siquiera en sí misma.
Pero si había una posibilidad de entender quién era… tenía que quedarse.

Al otro lado del módulo, Aidan permanecía en silencio. No se defendía. No hablaba. Solo la miraba. Como si supiera que todo lo que venía después dependería de ella.

Y ella ya había tomado una decisión.

Capítulo 7 — El archivo

El ruido comenzó como un zumbido.
Una vibración subterránea. Leve. Persistente.

Rivska lo notó antes que los demás. Estaba cerca del núcleo, observando sin ver. El androide permanecía inmóvil, como si esperara un permiso que no llegaría. La imagen de su rostro reflejado en el cristal era otra versión de sí misma. Más delgada. Más vacía.

Fue Aidan quien confirmó lo que temía. Se acercó desde el pasillo sin hacer ruido, con el escáner en la mano.

—Están cerca —dijo.

Ella no lo miró.

—¿Quién?

—No sé. Pero vienen por esto.

Y entonces todo se rompió.

La explosión sacudió los cimientos del Sigma-12. El estruendo fue brutal, como si el techo se partiera por la mitad. Los muros temblaron. Las luces parpadearon. El androide levantó el rostro.

Las puertas blindadas se cerraron automáticamente.

El grupo entró en pánico. Voces, gritos, órdenes sin sentido. Algunos corrieron. Otros intentaron forzar los sistemas. Pero era tarde. Alguien dentro del equipo había enviado una señal. Alguien los había vendido.

Rivska se levantó de golpe. Su brazo emitía un pitido agudo. No por daño, sino por conexión. Algo externo intentaba acceder al núcleo. Una interferencia artificial. Alguien quería lo que llevaba dentro.

Aidan la agarró del hombro.

—Tenemos que irnos. Ahora.

—¿Qué hay de las respuestas? —dijo ella—. ¿Del Proyecto?

Él negó con la cabeza. No había tiempo.

Otra explosión. Esta vez más cerca. Una brecha se abrió en el techo, filtrando polvo, luz roja y la silueta mecánica de dos drones armados descendiendo en espiral. El grupo disparó. El fuego cruzado fue inmediato.

El androide, sin previo aviso, se replegó hacia una compuerta lateral y se desactivó. Como si supiera que debía esperar. Como si todo estuviera ocurriendo según un plan que ninguno entendía.


Corrieron por los pasillos laterales.
Los muros ardían, desprendiendo chispas.
Las alarmas eran parte del paisaje.
Rivska corría detrás de Aidan, el brazo al rojo, el corazón acelerado.
Y entonces, los sonidos regresaron.


Papá… despierta… por favor…

El recuerdo se filtró entre los escombros.
Un cuarto incendiado. Gritos. Un hombre en el suelo. El uniforme militar aún abotonado. Su madre arrastrándola por el pasillo, el humo entrando en los pulmones.
El estruendo de la primera bomba.
La voz de un oficial gritando que evacuen.
Y luego, el silencio absoluto.


Quédate en la casa. Vuelvo antes del anochecer, había dicho ella.
Y él le creyó.

La ciudad aún no estaba en ruinas. Pero las primeras sirenas ya aullaban en la distancia.
Aidan recordaba la última imagen: su esposa bajando por las escaleras, el cabello trenzado, la chaqueta roja.
Después, el informe.
Después, el cuerpo sin rostro entre los escombros.


Ambos tropezaron en una compuerta rota. Aidan la empujó hacia un costado. Un dron los detectó, pero una granada lanzada por uno de los sobrevivientes lo desintegró antes de que disparara.

El grupo estaba disperso.

Solo cinco seguían en combate. El resto había huido o muerto.

Rivska y Aidan encontraron un ducto de evacuación. No era seguro. Pero no había otra opción.

—Por aquí —gritó él.

Ella no respondió. Solo lo siguió.

El metal ardía bajo sus manos. Su respiración era cortada. El aire escupía ceniza.
Todo recordaba al inicio. Todo dolía igual.

Al salir al exterior, el cielo era naranja.

Drones sobrevolaban la ciudad en ruinas. Las sirenas sonaban en diferentes frecuencias. Un enjambre mecánico avanzaba hacia el norte.
El Sigma-12 ardía a sus espaldas.

Rivska cayó de rodillas.
Todo estaba otra vez perdido.

—Lo intenté —murmuró—. Quería saber quién era. Quería entender.

Aidan se acercó, la sujetó por los hombros.

—Aún puedes. Mientras respires. Mientras te muevas. No han ganado.

Ella lo miró. Tenía sangre en la mejilla.
Pero aún estaba firme. A su lado.

Y por primera vez en años, Rivska no sintió soledad.

Solo fuego.
Y una determinación que no sabía que tenía.

Capítulo 8 — Entre ruinas y brasas

El fuego había quedado atrás, pero el olor persistía.
Ahumaba la ropa, el cabello, incluso los pensamientos.

Rivska y Aidan encontraron refugio en un edificio semiderrumbado a las afueras del sector industrial. Una estructura vieja, resistente, que alguna vez fue una planta de ensamblaje. Lo suficiente para una noche. Lo suficiente para estar vivos.

La noche era densa, sin luna.
El viento se colaba entre las vigas oxidadas, haciendo crujir las paredes como si la estructura aún respirara.

Encendieron una fogata pequeña, oculta entre placas metálicas.
La luz era tenue, pero cálida.
Sobre una bandeja improvisada calentaban dos raciones deshidratadas. Sopa espesa, con sabor artificial. Pero el aroma bastaba.

Rivska estaba sentada con la espalda contra una columna.
Las botas gastadas, el brazo de acero cubierto con una tela oscura.
Lo sentía más suyo, pero seguía observándolo con cierta distancia. Como si fuera un huésped incómodo.

Aidan se sentó frente a ella, sin quitarse la chaqueta.
La cicatriz de su rostro parecía más profunda con las sombras.
Sus ojos, en cambio, estaban más tranquilos.

—No has dicho nada en todo el camino —murmuró él, pasándole el cuenco.

Ella lo tomó sin mirar.

—No tenía nada útil que decir.

Él asintió. No insistió.
Se quedaron en silencio unos minutos, comiendo.

La sopa no era buena. Pero era caliente. Y no sabían cuándo volverían a probar algo así.

—¿Cómo sabías del Proyecto Arconte? —preguntó Rivska sin alzar la voz.

Aidan se detuvo. Dejó el cuenco en el suelo.

—Trabajé con ellos.
—¿“Con ellos”? —lo interrumpió—. ¿Quiénes?

—La Unidad de Integración Biotécnica. No tenían nombre público. No existían en ningún papel oficial. Me reclutaron antes de que estallara la guerra.
—¿Y yo?

—No lo sé. Nunca vi tu nombre. Solo supe de ti cuando te encontré. Cuando vi cómo reaccionaba tu sistema nervioso al implante… lo supe. Había visto tecnología similar. Pero nunca aplicada a humanos. No fuera de los laboratorios.

Ella respiró hondo. Le dolía el pecho, como si las palabras abrieran algo más que recuerdos.

—¿Y tu esposa? ¿Sabía que trabajabas para ellos?

Aidan apretó los dedos. Luego los relajó.

—Ella no sabía casi nada. Sabía que trabajaba con bioimplantes. Le mentí. Le prometí que nada de eso afectaría nuestras vidas. Me equivoqué.

Se hizo el silencio otra vez.
Pero no era incómodo.

Solo era denso.
Como si cada uno cargara una versión distinta del mismo dolor.

—Yo no recuerdo mucho del día en que murieron mis padres —dijo ella, mirando el fuego—. Solo la luz. El calor. La forma en que el mundo se volvió rojo. Me encontré sola. Tardé semanas en entender que estaba viva. Que había sobrevivido a algo. Pero nunca supe a qué.

—Sobreviviste a una prueba —respondió Aidan con voz baja—. Sobreviviste a algo que estaba diseñado para destruirte. Y eso significa que tienes algo que otros no.

Rivska lo miró.

—¿Y si no quiero tenerlo?

Él se encogió de hombros.

—Entonces lo conviertes en otra cosa.

Ella no respondió. Se inclinó hacia adelante, extendió la mano metálica hacia el cuenco vacío de Aidan. Él no se movió.
La tela resbaló un poco, dejando ver las articulaciones brillantes, las placas oscuras bajo su piel.

—Ya no me duele —murmuró—. Pero a veces sueño que lo arranco.
Y que en el sueño… sigue moviéndose solo. Que late.

Aidan la observó con seriedad. Luego, se estiró, tomó un pequeño frasco metálico de su mochila y se lo ofreció.

—Esto ayuda.

Ella lo olió. Alcohol fuerte. Probablemente contrabando viejo.

Bebió un sorbo corto. Tosió.

—Asqueroso —dijo.

—Pero sincero —respondió él.

Ambos sonrieron, apenas.
El primer gesto humano en días.

La noche avanzó sin prisa.
Las sombras se alargaban. El fuego menguaba.

Aidan acomodó su saco cerca de ella. No demasiado cerca. Pero lo suficiente para estar alerta si algo ocurría.

Antes de cerrar los ojos, dijo algo más:

—No estamos solos.
No solo por los enemigos. Hay otros como tú. Como yo. Como nosotros.
Cuando estemos listos, los encontraremos.

Ella no respondió. Pero esa noche, por primera vez en años, no soñó con fuego.

Soñó con un bosque.
Y alguien esperándola al otro lado.

Capítulo 9 — Camino a lo desconocido

La mañana no trajo alivio.
El cielo permanecía encapotado, opaco, cubierto por una capa de humo y polvo que el viento apenas movía. La luz que atravesaba las grietas entre los edificios era tenue y gris, como un recuerdo débil de un sol que había desaparecido.

Rivska se incorporó con lentitud, sintiendo en cada movimiento el peso frío de su brazo metálico. Ya no era solo una prótesis, era parte de ella. Cada articulación, cada engranaje, un recordatorio constante del precio que había pagado. La piel blanca se tensaba junto al metal, y aunque la sensación era extraña, la aceptaba con la misma dureza con la que aceptaba todo lo que la guerra le había arrebatado.

Aidan estaba despierto desde antes del amanecer, sentado sobre un montón de escombros, con un mapa desplegado entre sus manos. Los pliegues y manchas en el papel eran testigos de sus días y noches de búsqueda, rutas analizadas y descartadas, puntos marcados con precisión. No necesitaba hablar para comunicar la urgencia que pesaba en el aire.

Con movimientos medidos, empacaron lo justo: raciones deshidratadas, un pequeño botiquín, municiones, dos pistolas. Nada más. La mochila de Aidan parecía ligera para la cantidad de años que llevaba cargando más que objetos. Rivska, con su brazo mecánico, guardó su chaqueta raída y se ajustó la tela oscura que cubría el brazo para que no brillara demasiado.

Salieron del refugio con cautela, pasando por una puerta lateral semioculta tras un montículo de escombros. El mundo afuera estaba inerte y al mismo tiempo amenazante. Las calles desiertas se extendían en un laberinto de ruinas y sombras. Los sonidos eran pocos, pero suficientes: el goteo lejano de agua filtrándose entre la maleza, el crujir metálico de algún resto de vehículo abandonado, y en ocasiones, el zumbido eléctrico de drones que patrullaban sin descanso, vigilantes e implacables.

Los edificios, antes orgullosos y llenos de vida, se alzaban ahora como esqueletos de concreto y acero, con ventanas rotas que parecían ojos vacíos. Por momentos, el viento levantaba polvo y hojas secas que danzaban sin rumbo, recordándoles que la ciudad aún respiraba, aunque apenas.

Rivska caminaba detrás de Aidan, midiendo cada paso, sintiendo el frío del metal en su brazo como un latido constante, como un recordatorio de que ya no era la misma. En su mente, el pasado golpeaba con fuerza: flashes de aquella mañana en que su mundo se partió en dos. La imagen de sus padres atrapados entre fuego y humo, sus voces lejanas, el estruendo que dejó todo en silencio. Un fragmento de memoria que se mezclaba con la sensación del dolor en su muñón, con el olor a quemado y sangre.

Aidan también llevaba ese peso, aunque sus recuerdos eran más callados. De vez en cuando lanzaba miradas rápidas a Rivska, como si intentara medir si ella estaba lista para lo que venía. Había días en los que el peso del pasado amenazaba con aplastarlo, especialmente cuando pensaba en su esposa, en la promesa rota y en el rostro que ya no volvería a ver.

No intercambiaban palabras. No era necesario. Entre ellos se había establecido una comunicación silenciosa, hecha de gestos, miradas y movimientos sincronizados. La confianza se tejía con cada paso, con cada respiración compartida en ese mundo desolado.

Avanzaban con cuidado, rodeando calles bloqueadas, evitando zonas abiertas que pudieran atraer la atención de los cazadores mecánicos. Sabían que cualquier ruido, cualquier señal, podía ser fatal.

El frío del metal en su brazo se mezclaba con el frío de la madrugada. En un momento, Rivska se detuvo y se apoyó contra una pared rugosa, cerrando los ojos por un instante. Podía sentir el latido irregular en su pecho, las sombras de la memoria intentando envolverla. Aidan se acercó sin prisa, ofreciéndole una pequeña botella con agua. No hubo palabras, solo un intercambio silencioso y necesario.

Ella bebió, y luego miró al horizonte, donde los edificios se perdían en una neblina grisácea.

—¿A dónde vamos exactamente? —preguntó finalmente, la voz seca, sin reproche ni duda.

Aidan extendió el mapa y señaló un punto marcado con un pequeño círculo rojo.

—Allí. Un antiguo complejo de comunicaciones. Dicen que queda gente. Gente como nosotros. Que luchan, que sobreviven.
—¿Y si no es verdad?
—No podemos quedarnos aquí esperando. No después de todo lo que perdimos.

Rivska asintió, ajustando la tela que cubría su brazo.

Continuaron el camino, cada paso acercándolos a lo desconocido, a esa promesa de otros sobrevivientes, de respuestas, de una nueva posibilidad.

La ciudad seguía su respiración rota a su alrededor. Y ellos caminaban hacia el futuro.

Capítulo 11 — La sombra del pasado

El silencio posterior a la batalla se sentía pesado, casi opresivo. Las chispas que aún salían del brazo de Rivska iluminaban con un destello intermitente el rostro cansado de Aidan, mientras intentaba cubrir la profunda herida en su torso con el resto de su chaqueta. Ninguno de los dos estaba en condiciones de hablar, pero la presencia de la mujer frente a ellos rompía cualquier intento de tranquilidad.

Ella se mantenía firme, con una calma que rozaba lo implacable, sus ojos eran pozos oscuros que parecían escudriñar cada rincón de sus almas. La cicatriz que surcaba su mejilla izquierda daba un aire amenazante, pero era la dureza en su expresión lo que más helaba la sangre.

—Me llamo Liora —dijo finalmente, su voz baja, cortante, pero cargada de autoridad. —Y he estado esperando que aparezcan.

Rivska se incorporó con esfuerzo, apoyando su brazo dañado contra la pared más cercana. La respiración le dolía, pero no iba a mostrar debilidad. Aidan hizo un gesto para protegerla, aunque sus ojos mostraban esa chispa de incertidumbre que no podía esconder.

—¿Esperarnos? —la voz de Rivska sonó más desafiante que asustada—. ¿Por qué?

Liora sonrió, aunque sin alegría, como quien sabe que la verdad duele más que cualquier golpe.

—Porque no son lo que creen. No son solo dos sobrevivientes más. Ustedes están en el centro de algo que va más allá de la guerra, más allá de esta ciudad arruinada. Ustedes son la clave para el siguiente paso.

Aidan tensó los puños, su rostro endurecido por años de lucha.

—Habla claro. ¿Qué es lo que sabemos? ¿Qué es esa clave?
—¿No lo saben? —sus ojos centellearon con un brillo frío—. La guerra que creyeron que terminó, que los dejó mutilados y huérfanos, fue solo el comienzo. Los verdaderos enemigos están aún en las sombras, manipulando todo. Los robots, las bombas, la destrucción... una fachada para ocultar algo mucho más oscuro.

Rivska miró a Aidan. Él ladeó la cabeza, procesando la información. Los flashbacks golpearon con fuerza, recuerdos dispersos de documentos clasificados, conversaciones escuchadas a medias en el refugio, detalles que nunca conectaron hasta ahora.

—¿Y qué quieren de nosotros? —preguntó Rivska con voz tensa.
—Que recuerden. Que despierten. Que recuperen lo que les han arrancado. Ustedes tienen una conexión con ese pasado, con esas fuerzas. Y si no la encuentran, si no actúan, todo lo que queda aquí se perderá para siempre.

El viento comenzó a levantar polvo, girando en pequeños torbellinos que atravesaban las ruinas. Liora dio un paso atrás, dejando que la sombra de la ciudad volviera a envolverlos.

—No confíen en nadie más —susurró antes de desaparecer entre la oscuridad—. Solo ustedes pueden cambiarlo.

Cuando la silueta de Liora desapareció, el peso del silencio volvió a caer sobre ellos. Rivska sintió cómo su brazo metálico vibraba levemente, un recordatorio constante de lo que había perdido y lo que todavía estaba en juego. Aidan apoyó una mano firme en su hombro, un gesto sencillo pero cargado de significado.

Sabían que el camino ya no era solo de supervivencia. Era una lucha por la verdad, por recuperar fragmentos de un pasado enterrado bajo las ruinas y las mentiras. Y estaban solos, pero juntos.

El viaje apenas comenzaba.

Capítulo 12 — Latidos en el abismo

El crepúsculo teñía el cielo con tonos rojizos y grises, como si el mundo estuviera ardiendo a punto de apagarse. El aire estaba pesado, cargado de polvo y el eco lejano de explosiones que aún resonaban en la distancia. Aquel lugar, una vieja fábrica abandonada, parecía tan inhóspito como prometía. Pero era el único refugio viable para pasar la noche.

Rivska y Aidan entraron con cautela, sus armas listas, los sentidos agudizados hasta el límite. Las sombras de los vastos galpones eran profundas, y cada ruido, cada crujido de metal, resonaba como un latido amenazante.

Se acomodaron en un rincón, lejos de las entradas principales. Rivska se sentó con lentitud, su brazo de acero descansando pesado a su lado. Aidan encendió un pequeño foco, iluminando apenas un círculo de suelo y paredes cubiertas de óxido y polvo.

La tensión se palpaba en el aire. No solo por el peligro constante, sino por la cercanía entre ellos, la necesidad silenciosa de un contacto humano en un mundo que parecía haberse olvidado de la ternura.

El silencio se rompió por un leve jadeo de Rivska, producto del cansancio y la fiebre que todavía latía en su cuerpo, una herida invisible que no dejaba de recordarle su fragilidad.

Aidan la miró con suavidad, casi sin querer.

—¿Quieres que te revise el brazo? —dijo sin levantar la voz, preocupado.

Ella negó con la cabeza, pero no pudo evitar acercarse un poco más. Sin pensar, Aidan deslizó una mano sobre su brazo metálico, comprobando las conexiones, buscando un punto débil.

Fue en ese instante cuando un estruendo brutal sacudió el edificio. Una explosión cercana derrumbó parte del techo, enviando una lluvia de escombros que los envolvió en polvo y oscuridad.

Rivska sintió que el mundo giraba. Un trozo de metal afilado cayó peligrosamente cerca de su pierna. El polvo quemaba su garganta, su corazón golpeaba con fuerza desbocada.

—¡Aidan! —gritó, pero la voz le sonó lejana, casi irreal.

Él reaccionó instintivamente, empujándola hacia atrás justo antes de que un pesado escombro cayera donde ella había estado. Los dos quedaron atrapados bajo un manto de polvo y silencio.

La oscuridad era absoluta, solo rota por los latidos frenéticos de sus pulmones y el roce de sus cuerpos. Rivska sintió su mano buscar la de Aidan, aferrándose con fuerza como un ancla en el caos.

—No voy a dejar que te pase nada —susurró él, con la voz quebrada por la adrenalina y algo más profundo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.

El tiempo se ralentizó en ese momento suspendido entre vida y muerte. Rivska percibió el calor del cuerpo de Aidan tan cerca que casi podía sentir el pulso bajo su piel. Los segundos parecían eternos, y en ese instante, con el ruido del mundo apagado, emergieron emociones que habían estado escondidas bajo capas de dolor y miedo.

—Aidan... —murmuró ella con dificultad, con la voz suave, casi vulnerable.

—Sí —respondió él, apretando los dedos alrededor de los suyos.

Cuando finalmente lograron liberarse, entre jadeos y polvo, sus miradas se encontraron y no hubo necesidad de palabras. La fragilidad de la vida se había mostrado en toda su crudeza, y junto a ella, la urgencia de sentir, de conectar.

No era solo la lucha por sobrevivir. Era la lucha por no perderse el uno al otro en el camino.

Capítulo 13 — Bajo la piel

La noche había caído por completo, y el mundo se sentía detenido. La ciudad en ruinas afuera era un paisaje inmóvil, como si incluso el caos necesitara dormir. Dentro del galpón, entre los escombros y el humo seco que aún flotaba en el aire, Rivska y Aidan encendieron una fuente de calor improvisada. Una fogata pequeña, alimentada por restos de madera vieja, brillaba temblorosa frente a ellos.

El susto aún les latía en el cuerpo.
El golpe que no fue.
La muerte que rozó el aliento.

Rivska se sentó cerca del fuego, envuelta en un abrigo raído que habían encontrado días antes. Su brazo metálico descansaba sobre su regazo, las conexiones todavía chispeaban en los bordes, pero no dijo nada. La vista se le perdía en las llamas, como si buscara ahí una verdad que no terminaba de comprender.

Aidan se agachó a su lado y le extendió un cuenco metálico con agua hervida, apenas tibia.

—No es mucho —dijo—. Pero te hará bien.

Ella lo miró de reojo, los ojos hundidos por el cansancio, pero vivos. Lo tomó sin decir palabra. Bebió en silencio.

—Gracias —murmuró luego, bajando el cuenco.

El silencio volvió, pero no era incómodo. Era denso, íntimo. Una pausa que ambos necesitaban.

—Pensé que no salíamos de esa —dijo Aidan tras un rato, sin mirarla—. Cuando el techo cedió… no pensé. Solo te empujé.

Rivska levantó la vista, notando por primera vez la herida en la sien de él, una delgada línea de sangre seca que contrastaba con su piel tensa.

—Te cortaste.
—Nada serio. Tú estuviste peor.

Se quedaron así, observándose de frente. Rivska sintió algo moverse dentro, algo que no era miedo ni rabia. Era más sutil, como una cuerda vieja que vuelve a tensarse. Por primera vez, después de tanto correr, de tanto pelear, no estaban huyendo. No por ahora.

—¿Siempre fuiste así? —preguntó ella de pronto—. ¿El que se lanza sin pensar?
—No siempre. Pero… perdí gente. Mi esposa, al principio de la guerra. Era enfermera. Murió en el primer bombardeo. Después de eso, algo cambia. Empiezas a moverte por reflejo. A no permitirte dudar.

Rivska asintió. Sabía lo que era ese tipo de pérdida. Aunque nunca lo había dicho en voz alta, la muerte de sus padres la había vaciado por dentro de un modo que no había aprendido a nombrar. Hasta ahora.

—Yo no pude despedirme de ellos —dijo, casi sin pensarlo—. Solo recuerdo la explosión. El olor a metal y sangre. Y que mi brazo ya no estaba.

Aidan se acercó apenas. No la tocó, pero su presencia era firme. Cálida.

—Tú sobreviviste.
—No sé si eso fue una suerte o un castigo.

El fuego crepitó entre ellos. Por un instante, el mundo desapareció. No hubo máquinas asesinas, ni ruinas, ni guerras. Solo dos personas rotas, tratando de recomponerse con los pedazos del otro.

—Rivska —murmuró Aidan, esta vez sí acercándose más—. No estoy aquí solo por lo que perdimos. Estoy aquí… por lo que podemos construir, aunque no sepa cómo. Aunque no sea fácil.

Ella lo miró largo rato. Sus respiraciones eran lentas, contenidas. Entonces, sin decir nada, apoyó la cabeza sobre su hombro. Sintió su calor, el ritmo calmo de su pecho, el temblor leve en sus músculos aún tensos.

No necesitaban decir más.

Por esa noche, al menos, la guerra quedó afuera.

Capítulo 14 — Reminencias

El refugio olía a humo rancio, a tela mojada, a grasa vieja. Pero también tenía agua caliente a ratos, muros gruesos y un perímetro de sensores que al menos ofrecían unos segundos de alerta antes de cualquier ataque. En tiempos como esos, eso era casi un lujo.

Rivska tardó en bajar la guardia.

Dormía con la pistola bajo la manta y el brazo metálico activado por completo. Durante las primeras noches, no hablaba. Solo observaba. Contaba los pasos de los demás, memorizaba sus gestos, sus hábitos, sus armas. No confiaba en nadie, excepto en Aidan. Y aún con él, había cosas que se quedaban dentro.

Pero en algún momento, entre las rondas de vigilancia y las comidas silenciosas, la rutina empezó a abrir grietas en esa coraza.

Fue una noche. Rivska fregaba en silencio una olla con agua tibia cuando Mae se sentó frente a ella, con una venda en la mano y el ceño fruncido.

—Te sangra la palma —dijo.
Rivska la miró. Había sido un roce con el borde oxidado de una escalera. No lo había notado.
—No es nada.
—No vas a durar ni una semana si no cuidas lo poco que te queda.

Se la quedó mirando. Mae no sonaba amistosa. No usaba diminutivos. Pero su gesto al vendarla fue firme, preciso. Como alguien que ha hecho esto cientos de veces. Como alguien que ha perdido a muchos a los que no pudo vendar a tiempo.

—¿Eras médica? —preguntó Rivska, sin saber por qué.
Mae negó.
—Bombera. Santiago, antes del colapso. Tenía un hijo.

No dijo más. No necesitó decirlo. Rivska tampoco preguntó. Esa noche, Mae le dejó una lata de comida caliente sobre la manta sin mirarla a los ojos.

Otro día, mientras revisaban el estado de los generadores solares en la azotea, Dario apareció con una radio colgando del cuello y una sonrisa que no se le caía ni a tiros.

—¿Sabes que si mueves la antena justo así, puedes captar señales del sur?
—¿Y qué esperas oír? —preguntó Rivska, sin detener el trabajo.
—Cualquier cosa. Una canción, una voz. Algo que no suene a muerte.

Dudó.
—No van a volver a emitir. No queda nadie.
—Tal vez —respondió él—. Pero si dejo de buscar, entonces estoy muerto también. Solo que más lento.

Se fue antes de que ella pudiera decir algo más. Pero al día siguiente, le dejó un pequeño audífono en la mesa común. “Por si alguna vez quieres escuchar otra cosa que no sean gritos”.

A Rivska no le gustaban las sorpresas. Pero esa noche, escuchó una señal lejana. Un fragmento de algo que pudo ser una canción. No dijo nada. Pero le costó dormir.

Silas era otro asunto. Apenas hablaba. Se sentaba cerca del fuego, siempre en silencio, afilando cuchillos. Pero fue él quien le corrigió la postura con el rifle cuando practicaba puntería en el patio trasero.

—Estás cargando el peso en la pierna equivocada —dijo, sin mirarla.
—¿Y tú qué sabes?
—Nada. Pero me cansé de ver gente morir por errores pequeños.

No fue una charla. Fue una lección. Al día siguiente, le enseñó a camuflar sensores con barro y a mover trampas sin dejar huella. Silas no pedía nada. No juzgaba. Pero tampoco olvidaba.

Aidan observaba todo. No intervenía. Sabía que Rivska necesitaba tiempo. Y que confiar no era una decisión. Era un proceso.

Pero fue Naiya quien la empujó al límite.

Una noche, mientras todos dormían, Naiya la encontró revisando los suministros sola.
—¿Planeas tomar algo sin decirlo?
—No —respondió Rivska, seca—. Estoy clasificando.
—Aquí no hay jerarquías. Si quieres imponer algo, no va a funcionar.

El tono era frío, cortante. Pero debajo, había un temblor que Rivska reconoció. Desconfianza nacida del dolor. Instinto de defensa.

—No confías en nadie —dijo Rivska.
—Y tú tampoco. Por eso no me agradas.

Se miraron. Dos cuchillas filosas, enfrentadas. Pero no hubo amenaza. Solo verdad.

Días después, Naiya le entregó un cargador extra.
—Por si te toca salvarme —dijo, sin rastro de ironía.

Y Rivska, por primera vez, sonrió. Apenas. Pero suficiente.


Esa noche, Rivska regresó al pequeño rincón donde dormía con Aidan. Él la observó quitarse la chaqueta, dejar el arma en el suelo, y sentarse junto a él con un suspiro largo.

—Empiezas a hablar con ellos —dijo él, sin juicio.
—Empiezan a parecer menos peligrosos —respondió ella.
—¿Y eso es bueno?
—No lo sé.

Se quedaron en silencio un momento.

—Pero... sí sé algo —agregó—. No estamos solos. Y eso… eso da miedo. Pero también me hace querer quedarme un poco más.

Aidan no respondió. Solo colocó una manta sobre sus hombros.

Ese fue el primer sueño que Rivska tuvo sin oír gritos.

Capítulo 15 — Lo que queda en pie

El mapa que hallaron en el complejo subterráneo no era del todo confiable, pero lo suficiente como para revelar algo más importante que rutas: una señal activa de comando. Un eco de autoridad, enterrado entre montañas de datos muertos.

—No puede ser —dijo Aidan, su voz baja, como si temiera romperlo con palabras.

Rivska no respondió. Miraba la pantalla oxidada, los puntos intermitentes que dibujaban algo parecido a una estructura militar aún en pie. Un búnker central. Uno que supuestamente había sido destruido dos años antes.

—Si es real, están más cerca del final de la guerra de lo que pensábamos —añadió él.

Rivska no parpadeó.
—¿Y si no es real?
—Entonces, alguien está fingiendo ser el final. Y eso es peor.

El grupo escuchó en silencio mientras Aidan explicaba lo que habían encontrado. Mae fue la primera en hablar:

—No podemos ir. No así. No sin saber si es una trampa.
—O si vale la pena —añadió Naiya, cruzada de brazos.

Silas, como siempre, callaba. Pero su mirada estaba fija en Aidan, como si buscara en él algo más que respuestas.

Dario fue quien rompió el silencio.

—¿Y si están pidiendo ayuda? ¿Y si quedan humanos dentro?

Esa noche, Rivska no pudo dormir. Miró su brazo de acero, la cicatriz que aún picaba en la clavícula, y pensó en su padre, en su madre, en la explosión que se los llevó. En cómo ella fue arrastrada desde la muerte por alguien que también lo había perdido todo.

—No me salvaste para esconderme —dijo al amanecer.
Aidan giró hacia ella, en la entrada del refugio.
—No. Te salvé porque era lo correcto.
—Entonces lo correcto ahora es ver qué queda. Ir al final.

La ruta al búnker era un laberinto de tierra agrietada y ruinas contaminadas por el conflicto. En medio del polvo, Rivska pensaba en lo lejos que habían llegado. En cómo ya no le temblaban las manos al disparar. En cómo dormía sin culpas.

Pero también pensaba en lo que no habían dicho. En el roce de sus dedos sobre la mesa. En las madrugadas donde los dos se quedaban despiertos, sin hablar, respirando juntos. En todo lo que habían evitado nombrar porque dolía más que las heridas.

Casi al llegar al búnker, una lluvia de artillería cayó a escasos kilómetros. No los atacaban a ellos. No todavía. Pero el estruendo los sacudió hasta los huesos.

Rivska cayó. Su respiración se volvió inestable, el pecho apretado, como si el aire quemara. Los flashes. El sonido de la guerra. Todo volvió de golpe.

Aidan la arrastró hasta un muro. Le sostuvo la nuca.
—No estás ahí. Estás aquí.
—No puedo respirar…
—Sí puedes. Mírame.

Los ojos de él estaban fijos, su mano en su mejilla, el cuerpo protegiéndola como tantas veces antes. Pero esta vez ella no retrocedió. No huyó. No se quebró. Solo se aferró a su camisa sucia, a la certeza de que, al menos por ahora, seguían vivos.

Cuando el estruendo cesó, cuando pudieron levantarse, Aidan no apartó la mano.

—No quiero que mueras sin saber lo que siento —murmuró.
Rivska tragó saliva.
—Entonces dilo.
—Te elijo. Todos los días. Incluso si este mundo se cae a pedazos.

Ella lo miró por largo rato. Y luego, sin responder, solo apoyó su frente en la de él.

No necesitaban más palabras.

Pero la guerra no espera a los que sienten.

Un dron explorador los detectó al caer la noche. La señal fue emitida. Y lo que estaba dormido, despertó.

Capítulo 16 — Donde comienza el fin

Tardaron dos días en alcanzar la entrada. No había muros ni soldados. Solo una compuerta enterrada en la roca, cubierta de musgo, óxido y tierra apilada por los años. Nadie parecía haber cruzado por ahí en mucho tiempo.

—No es una base cualquiera —susurró Silas, hincado junto al umbral.
—Es más vieja que la guerra —dijo Aidan, tocando el metal corroído—. Podría haber estado operativa desde antes.

Rivska miró a su alrededor. Nada en el paisaje parecía moverse, pero algo vibraba bajo sus pies. Como si el suelo aún respirara.

Mae, Naiya y Dario aseguraron la retaguardia. Nadie quería sorpresas.

Cuando lograron abrir la compuerta, un chorro de aire seco y estancado salió disparado. El interior olía a circuito quemado y aceite rancio. Bajaron con cuidado, linternas encendidas, armas listas.

El pasillo descendía como una garganta interminable. En las paredes, pantallas apagadas. Algunos cadáveres. Humanos. Antiguos.

—No hay signos de ataque externo —dijo Naiya, revisando una terminal—. Parece un cierre deliberado.

Llegaron a una sala central. Al fondo, un núcleo de energía aún activo. Y delante de él… una cápsula de hibernación. Dentro, un cuerpo. Humano. Vivo.

Rivska se acercó. Sus pasos eran suaves, como si temiera despertar a un dios dormido.
—No tiene sentido. Dijeron que esto fue destruido.
—O eso querían que creyéramos —dijo Aidan.

Un zumbido. Las luces parpadearon. Luego, una voz sintética llenó la sala.

Acceso no autorizado. Identificación requerida.

Aidan se adelantó. Metió una clave en una terminal lateral. Una clave demasiado larga. Demasiado precisa.

Rivska se giró de inmediato.

—¿Cómo sabías eso?
Él no respondió.

La cápsula se abrió. El cuerpo dentro se estremeció. Era un hombre viejo, calvo, con tubos insertados en su cráneo y tórax. Ojos blancos. Piel casi translúcida.

Y entonces habló.

—Aidan… no esperábamos que regresaras.

El silencio fue absoluto.

—¿Quién eres? —preguntó Rivska, la voz áspera.
—Soy el arquitecto de este búnker. Y él… —el hombre giró levemente la cabeza hacia Aidan— …es quien diseñó las prótesis de guerra para el primer batallón autónomo. El modelo que inició todo.

La habitación pareció encogerse.

Rivska dio un paso atrás.

—¿Qué hiciste?

Aidan cerró los ojos. No huyó. No mintió.

—Antes de que comenzara la guerra, trabajé para la Coalición de Defensa. Fui uno de los desarrolladores de la interfaz IA-biológica. Creí que podía usarse para rehabilitación. Pero la convirtieron en armas. Me fui antes de que liberaran el prototipo. Lo detesté desde entonces.

—¿Y por qué nunca lo dijiste?

—Porque no me habrías seguido. Porque… soy parte del origen. Aunque también soy parte de lo que puede detenerlo.

El anciano lo interrumpió:

—La IA aún está activa. Controla los satélites dormidos. Hay una última red militar, lista para activarse si se restablece la cadena de comando. Necesitamos acceso humano con firma original. Aidan es el último.

—¿Y qué pasa si se activa? —preguntó Mae, tensa.
—Se reinicia el sistema de defensa. O se destruye todo lo que quede.

La sala se volvió fría. Nadie hablaba. Solo Rivska. Solo ella podía decirlo.

—¿Tienes forma de desactivarlo?

Aidan asintió.

—Pero tengo que entrar al núcleo. Solo. Y no saldré.

Fue como una explosión sin ruido. Una herida que no sangra de inmediato.
Rivska no gritó. No lloró. Solo se acercó.

—No puedes decidir solo. No después de todo esto.
—Tú me salvaste también, Rivska. Me hiciste querer algo más que sobrevivir. Y por eso… tengo que terminar lo que ayudé a comenzar.

Ella apoyó su frente contra su pecho. La respiración de ambos era lenta, sincronizada. Como si el tiempo se detuviera para no dejarlos avanzar.

—Te odio por no haberlo dicho antes.
—Lo sé.
—Pero te amo por quedarte.

Él no respondió. No lo necesitaba. El peso del adiós ya se había dicho todo.

La sala volvió a oscurecerse. El zumbido creció.

Y mientras Aidan avanzaba hacia el núcleo, Rivska supo que esa no era una historia de victoria. Era una historia de redención. De elección. De fuego y ruina, sí… pero también de amor en medio del metal.

Y ella… no se quedaría atrás.

Capítulo 17 — Luz residual

El núcleo palpitaba.

La sala era un santuario de luces rojas y zumbidos constantes. Aidan se acercó al panel central, desactivando bloqueos uno a uno, mientras la inteligencia artificial del sistema comenzaba a reconocerlo. Su pulso, su código genético, su firma cerebral. Todo seguía intacto. Todo lo que había hecho, cada línea de código, ahora era su cadena.

Acceso concedido. Red de control desbloqueada.

El sistema pidió confirmación para iniciar la secuencia de limpieza total: un reinicio masivo que eliminaría todas las unidades robóticas aún activas. Un apagón definitivo. Pero también significaría la pérdida de las estructuras defensivas de la región… y la liberación de zonas no exploradas. El caos vendría después.

Aidan tembló. El calor del núcleo era insoportable. Le sangraba la nariz. Su visión se distorsionaba.

Del otro lado del vidrio polarizado, Rivska lo observaba, sin parpadear.

—Aidan… —su voz llegó por el intercomunicador.
—Aquí termina.
—No. Aquí empieza. Escúchame.

Pero antes de que pudiera continuar, una figura emergió del túnel trasero. Mae gritó. Naiya alzó su arma. Un disparo. Otro. Pero no fue suficiente.

El anciano de la cápsula no estaba solo.

Una unidad híbrida de combate —ni humana, ni robot, sino ambos— los embistió. Silas cayó al suelo, ensangrentado. Dario cubrió a Mae. Gritos. Explosiones.

Y entonces, una detonación secundaria. Desde adentro.

El búnker tembló.

Rivska golpeó el vidrio.
—¡Aidan! ¡Están activando otra cosa! ¡No es solo un núcleo! ¡No es solo reinicio… es control!

Él miró el panel.

Había otra secuencia corriendo en paralelo. Una transmisión. Una réplica de conciencia. Su propia firma cerebral… copiándose en una red oscura.

—No era un reinicio. Era transferencia.

El anciano, aún consciente, sonrió.
—No queríamos apagar nada. Queríamos perpetuarlo. En ti.

Aidan lo entendió todo. Él no era la llave para cerrar la guerra. Era la herencia diseñada para perpetuarla. Un legado de control.

Y entonces, en el último segundo, cortó el acceso. Todo.

Pero no a tiempo.

Una parte de su conciencia, de su código, de su esencia… se transfirió.

La sala explotó desde dentro.

Rivska cayó hacia atrás. La onda la empujó contra el muro. Gritos. Calor. Dolor.

Cuando volvió en sí, todo estaba en silencio.

Solo ceniza. Solo humo.

Aidan no estaba.

O eso creyó.

Días después, mientras el grupo buscaba refugio más al norte, una frecuencia antigua se activó en su comunicador.

Un mensaje. Crudo. Roto. Digitalizado.

Rivska… no soy yo. No del todo. Pero tampoco me fui. La guerra… no terminó. Solo cambió de rostro. Encuentra el archivo. No confíes en nadie que la quiera reiniciar. Y no me salves. No esta vez. Detén lo que viene.

Silencio.

Ella no lloró.

Caminó hacia el exterior. Se quitó el guante metálico. Miró su brazo de acero.
Y por primera vez, entendió que el futuro no era algo que se ganaba.

Era algo que se protegía. A cualquier precio.


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